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Sara Mesa: «Me gusta la lengua como aliada»

Por ZV
8 diciembre, 2019 - 12:39 am
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POR CARMEN DE EUSEBIO

Sara Mesa (Madrid, 1976) estudió periodismo y filología hispánica. Es escritora y periodista. Sus inicios literarios fueron en poesía, en 2007 recibió el Premio Nacional de Poesía «Fundación Cultural Miguel Hernández» por su poemario Este jilguero agenda. En narrativa ha publicado La sobriedad del galápago (2008, XI Edición de Cuentos Ilustrados de la Diputación Provincial de Badajoz), No es fácil ser verde (2009, Everest), El trepador de cerebros (2010, Tropo Editores), Un incendio invisible (2001, Fundación José Manuel Lara y reeditado en 2017 por la Editorial Anagrama. En 2011 recibió el Premio Málaga de Novela), Cuatro por cuatro (2012, Editorial Anagrama. Finalista del Premio Herralde de Novela), Cicatriz (2015, Editorial Anagrama. Premio Ojo Crítico de Narrativa y en 2017 Premio Literario Arzobispo Juan de San Clemente), Mala letra (2016, Editorial Anagrama) y Cara de Pan (2018, Editorial Anagrama)

Siempre hay un primer momento, así confuso o difuso, en el que alguien reconoce su deseo de escribir, tal vez de dedicarse a la escritura como modo de entender las cosas ¿Cuándo sucedió esto en usted?

En mi caso fue un proceso difuso y paulatino, nada que sucediera de un día para otro. No soy de este tipo de escritores que sabían lo que querían ser desde niños y que encaminaron sus pasos para conseguirlo. Tampoco en mi familia había relación con el mundo literario ni de la cultura. Yo era una niña muy lectora, seguí siéndolo de adolescente, es un hábito que tengo pegado a mi piel. Y supongo que eso tenía que salir por algún lado, tarde o temprano, pero no fue premeditado, más bien hubo un momento en mi vida en que me senté a escribir, de manera muy vacilante al principio, pero con continuidad y cierta obstinación. He tardado mucho en darme cuenta de lo importante que es para mí y, a pesar de haber ya publicado un buen montón de libros, todavía me resulta extraño llamarme «escritora».

Sus inicios literarios fueron en la poesía. En 2007 publicó su único poemario, Este jilguero agenda, galardonado con el Premio Fundación Cultural Miguel Hernández. Después de este libro, todo lo que ha publicado ha sido en narrativa ¿Ha abandonado definitivamente la poesía?

Sí, esto tiene relación con lo que estábamos hablando antes. Cuando comencé a escribir aún no sabía cuál era mi lenguaje, es algo que uno va aprendiendo poco a poco, escribir siempre es un proceso, un camino que nunca sabes dónde te conduce y que nunca acaba. Escribí poemas pero no me sentía demasiado cómoda con el lenguaje poético. Sinceramente, creo que no es lo mío, no estoy dotada para la poesía. En la narrativa sí me siento como pez en el agua. Puedo hacer las cosas mejor o peor, puedo acertar o fracasar, pero estoy nadando en mi elemento.

Con la aparición de Cicatriz (2015) se consolida su carrera literaria. Recibe el Premio «El Ojo Crítico» de Narrativa y es elegida como una de las mejores novelas del año por El País, El Mundo, ABC, El Español y otros medios. Escritores y críticos literarios no tuvieron reparos en afirmar que estaban frente a una «una verdadera revelación» (J. M. Guelbenzu); o que «Sara Mesa levanta una literatura de alto voltaje trabajada con precisión de orfebre» (Rafael Chirbes). Las buenas críticas no han cesado con sus siguientes libros, Pozuelo Yvancos dice de Un incendio invisible: «Demuestra ser una creadora muy exigente. Una novela que funciona como los buenos cuentos, pues contiene mucho más de lo que dice». ¿Qué significó para usted esta atención y buena acogida de sus libros? ¿Existe algún tipo de presión y mayor exigencia en la escritura?

Lo que ocurrió con Cicatriz fue muy sorprendente. Yo ya había publicado una novela anterior en Anagrama, Cuatro por cuatro, que había sido finalista del Premio Herralde, pero que, a pesar de las buenas críticas, pasó bastante desapercibida. Nada —ni un premio, ni una editorial potente— garantiza que un libro despegue, por eso es una sorpresa cuando sucede, como pasó con Cicatriz. Cicatriz se publicó en marzo de 2015, y al principio iba poco a poco, creo que funcionó el «boca a boca» y así fue encontrando sus lectores. En diciembre recibió el Premio «El Ojo Crítico» y a finales de año entró en las listas de los periódicos en lugares muy destacados. Nadie lo esperaba, yo tampoco. No sentía que fuese mi mejor novela, siempre pensé que había algo en ella fallido, algo que yo no había conseguido transmitir, que se me escurría. Y, sin embargo, llegó a muchos lectores, muy variados, hombres y mujeres, de todas las edades, lectores constantes o no tan constantes, y se firmaron varias traducciones. La historia conectó y esa magia, un poco azarosa, no siempre es fácil de explicar. Así que, más que presión, es una novela que me ha dado muchas alegrías. Otra cosa distinta es la exigencia interna, las dudas que siempre permanecen, esa constante autocrítica que tengo y que creo que es muy sana. Esto permanece inalterable por bien o mal que me vayan las cosas. Funciona en un nivel mucho más íntimo.

Centrándonos en su obra, me interesa un rasgo común en sus libros, esa visión crítica de la sociedad actual, lo que supone una poética de la novela. ¿Podría decirme si ve la novela, al menos la suya, como un compromiso crítico, o hay algo más?

Yo al principio esto no lo veía. La etiqueta de «literatura comprometida» me chirriaba un poco, porque me sonaba a una voluntariedad previa a la escritura, una especie de premisa forzada que dirigía y coartaba la creación. Y cuando yo escribo es más bien al revés, funciono mucho con la intuición, los símbolos, mis propias obsesiones, las imágenes que me rondan y —no sé bien por qué…— evito planificar demasiado, racionalizar demasiado. Sin embargo, con el tiempo, me he dado cuenta de que, en prácticamente todos mis libros, hay algún tipo de denuncia o posicionamiento ético —no desligado de lo estético— que funciona a un nivel más profundo. Es imposible escribir sobre los temas que me interesan —el poder, las ideologías invisibles, los prejuicios, las imposiciones grupales, los abusos de la normatividad, etcétera— desde un lugar neutro, de mero observador. Ya el hecho de pararme a observar es una declaración de intenciones. Así que sí, entiendo que hay algún tipo de compromiso crítico, más conmigo misma que con ninguna ideología externa.

Cara de pan es su última novela publicada. En ella narra la relación «íntima» entre una adolescente de casi catorce años y un hombre adulto de cincuenta y cuatro. Se conocen en un parque, lugar donde se desarrolla casi toda la trama, y deciden no llamarse por sus nombres verdaderos, Casi y Viejo serán sus nombres a partir de entonces. Ese espacio delimitado, repetitivo, donde los personajes quedan atrapados, es el pilar que soporta la estructura de la novela. ¿Qué le llevó a esta exploración algo inquietante situada en un espacio público?

El espacio está muy relacionado con uno de los motores de la novela, que tiene que ver con la necesidad de huir, de protegerse de la presión exterior. Es la lucha de la individualidad, de la diferencia, frente a la norma. Ellos mismos llaman «refugio» al lugar del parque donde se encuentran cada día. Lo que sucede es que no es un refugio, por así decirlo, confortable. Al revés, es pequeño, incómodo y está siempre amenazado por lo que hay alrededor, amenaza que se encarna en los operarios del parque. No es un lugar seguro, sino que es furtivo, transitorio y sospechoso para terceros.

Viejo es un paseante, alguien que observa y escucha. Le gusta mirar, hay un placer en mirar, siempre lleva unos prismáticos. También le gusta hablar de sus pasiones: la música de Nina Simone y los pájaros. Es un personaje oscuro, no sabe o no quiere saber, actúa de un modo que no termina de mostrarse, solo a través de las conversaciones con Casi, alternando pasado y presente de sí mismo, nos vamos enterando de dónde viene y cuáles son los conflictos de nuestro tiempo. ¿Por qué esa ambigüedad de los hechos, y ese vínculo de una preadolescente y un viejo?

La ambigüedad es consciente y en mis libros es traslación directa de la ambigüedad de la vida, que es inabarcable y escapa a cualquier tipo de mirada totalizadora. De la vida solo conocemos algunas partes, lo que alcanzamos a ver o a entender, una mínima porción del todo. Si esto es así, no sé por qué en los libros nos empeñamos a veces en explicarlo todo y en deshacer la ambigüedad. En Cara de pan hay un narrador en tercera persona, pero el foco narrativo está situado en Casi, la niña. De ella sabemos lo que hace, lo que cuenta y lo que piensa, mientras que del Viejo solo sabemos lo que hace y lo que cuenta, y ni siquiera tenemos garantía de que no esté mintiendo. En el libro, manejo un falso equilibrio narrativo, porque, en efecto, el gran desconocido es el Viejo. Y ahí es donde pongo a jugar nuestros prejuicios, porque justo lo que no conocemos es lo que solemos prejuzgar.

La atmósfera creada atrapa y desconcierta. Pone al lector frente a la pregunta ¿qué es verdad y qué es falsedad?, ¿cómo saberlo?

Precisamente por lo que estoy contando, no hay manera clara de saberlo. Al igual que el refugio del parque supone una suspensión de las circunstancias de la vida —un lugar donde no se estudia, donde no se trabaja, donde no hay nadie más, donde se encuentran dos personas que, en principio, no deberían encontrarse— también se produce una suspensión de ciertas categorías éticas. Es decir, no puede determinarse con claridad qué es bueno o malo, quién es inocente ni quién culpable, qué es verdad o mentira, qué es fabulación o realidad.

Bien es cierto que todos los personajes secundarios, los padres de Casi, las compañeras y compañeros de instituto, tutores y profesores no son el centro, aparentemente, del relato, sin embargo, todos ellos representan la sociedad en la que vivimos. Una sociedad cargada de prejuicios y de hipocresía, donde la verdad parece no interesar. Una vez más, nos pone frente a otro dilema ¿queremos saber o no?, ¿estamos dispuestos a asumir sus consecuencias?

En la novela, a pesar de la primera impresión, no hay dos personajes fundamentales, sino tres: Casi, el Viejo, y un tercer personaje colectivo, difuso, formado, en efecto, por la sociedad, y aún precisaría más, por la autoridad —familiar, educativa, sanitaria, policial…—. En efecto, no queremos saber, o queremos saber solo lo que encaja con nuestros esquemas previos. Funcionamos clasificando lo que vemos en casillitas predeterminadas de una base de datos; si alguna parte de la realidad no encaja en estas casillitas o bien la forzamos para que entre o bien la excluimos.

Casi y Viejo son dos personas de distintas edades que se sienten fuera, marginados de la sociedad en la que viven. Casi busca su lugar en el mundo y como contrapunto está Viejo, un hombre en el comienzo de la vejez. Algo que comparten ambos es la inadaptación, aunque por motivos distintos. Volvemos a encontrarnos con eso que se denomina «políticamente incorrecto» y es el hecho de enfrentar a las dos formas de inadaptación. En el caso de Casi, su inadaptación no procede del acoso, aunque lo pareciera. Así es como yo lo he entendido, sin embargo, no sé qué opina usted al respecto.

En efecto, no proviene del acoso. Su inadaptación es la consecuencia de un proceso más íntimo, casi diría que filosófico. Precisamente cuando perfilaba el personaje me di cuenta de que no quería cargar las razones de su malestar en motivos evidentes. Por eso, la familia de Casi es normal, sus padres la quieren, nadie la maltrata, y en el instituto lo más que le pasa es que no termina de integrarse bien con sus compañeras y que recibe un mote, «cara de pan», del mismo modo que otros niños reciben otros parecidos. El malestar de Casi no se explica entonces por circunstancias externas dramáticas, es algo que tiene más que ver con las dificultades de crecer, que a veces es un proceso traumático y hasta violento, pero de una violencia no física, sino emocional.

Casi es una adolescente con problemas de inadaptación y una gran capacidad para fabular, tanto oral como escrita. No tiene teléfono móvil ni está inscrita en ninguna red social. La ausencia, en el relato, de las nuevas tecnologías, ¿es una llamada de atención sobre las consecuencias que tiene estar permanentemente conectados? ¿O trata de mostrar a su personaje de manera aislada?

Casi es, como su nombre indica, casi una niña, casi una adolescente, está en tierra de nadie, no se identifica con ningún grupo. Así que es lógico que se mantenga aislada de todas esas formas de comunicación, incluidas las redes sociales. Pero tampoco queda explícito en el texto que no haga uso de ellas… No lo hace en los momentos que la vemos, en el parque, donde, en efecto, se produce una vuelta atrás en el tiempo, porque es un lugar destecnologizado.

De los temas tratados en sus libros se desprende que usted es y se siente muy incardinada, como escritora del tiempo que le ha tocado vivir, en el presente. ¿Lee a otros escritores de su generación? ¿Qué relación mantiene con ellos?

Estoy en el presente, pero no quiero confundirlo con la actualidad. De hecho, me preocupa ligarme demasiado a los temas de actualidad, porque la actualidad es algo que determinan otros, del mismo modo que las tendencias o las modas. Por eso, mantengo un pie fuera y otro dentro, soy dada a cierta abstracción y, sin duda, me parece más cercano a este tiempo Kafka que muchos de los escritores que están hablando de temas actuales. Dicho lo cual, soy muy ecléctica en mis lecturas, y esto incluye leer a mis contemporáneos, por supuesto, pienso ahora —por hablar solo de españoles— en Marta Sanz, Edurne Portela, Andrés Barba, Daniel Ruiz, Cristina Morales, Antonio Orejudo, Juan Bonilla, Esther García Llovet, Pablo García Gutiérrez, Isaac Rosa, Jon Bilbao, Pilar Adón, Luisgé Martín… con muchos de ellos, además, mantengo relaciones de amistad.

Algo que, en una revista como Cuadernos, siempre nos interesa es la relación del escritor con la lengua, como lector y como escritor. ¿Cuál es su imaginario como lectora?

Siento la lengua como mi verdadera patria, y por eso la entiendo como algo vivo, maleable, infinito, una riqueza que además tenemos a nuestra disposición cada día, y encima gratis. Me entusiasma el lenguaje oral, me encanta observar cómo habla la gente, cómo se expresa, disfruto mucho con la ironía, los juegos de palabras, los matices. Me gustan los escritores que no tratan de ponerse por encima de la lengua, que no tratan de domesticarla ni luchan contra ella, sino que, al revés, la toman como aliada, como amiga y exploran todas sus posibilidades hasta el límite.

Fuente: Cuadernos Hispanoamericanos, N.º 828, junio 2019

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