Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)
La noticia no causó extrañeza a nadie. De los 22 mil maestros que concursaron para ganar unas 5 mil plazas, apenas unos 2 mil lograron superar el índice exigido por el Ministerio de Educación.
El fenómeno de la reprobación masiva no requiere de diagnósticos profundos para darnos cuenta de que la pobreza intelectual demostrada por maestros y alumnos es el reflejo de la decadencia del Estado, por mucho que se hable de doscientos días de clases y que el porcentaje de aprobación sea del 59 por ciento.
Cada año se gastan toneladas cúbicas de saliva en los foros nacionales, para tratar el asunto de la calidad educativa, mientras el problema se profundiza cada vez más. El origen del mal procede de la tradicional y conservadora idea de que el Estado es el responsable de tutelar la educación y el omnipotente administrador que dicta lo que se debe y no se debe enseñar.
Entrado el siglo XXI el impacto de la educación estatal como aporte al desarrollo de la sociedad hondureña, disminuyó hasta caer al punto más bajo de la calidad, no solo porque la modernidad exige otro tipo de ciudadano consonante con los avances tecnológicos, sino también porque el servicio educativo como tal, resulta ser una carga demasiado costosa para el Estado, de tal manera que los recursos invertidos se vuelven cada vez más restringidos, y por restringidos, escasos. Y se reducen, no por malicia política, sino por ahorro y frugalidad en el gasto. Todo recurso financiero y humano que se considera un excedente improductivo deberá correr la suerte del recorte presupuestario. Si alguien cree que emplear maestros en el sector estatal debe ser una constante infinitamente exponencial, se equivoca. En principio, la cantidad o el volumen no abona a la calidad educativa, ni sumando un total de 365 días de clases. Es como un empleado que justifica estar 8 horas en la oficina pero que no agrega valor a la productividad final. O se empeña en hacer las cosas bien, pero su cuota de productos presenta una serie de defectos de fabricación.
Por eso, es hora de discutir -haciendo a un lado la hipocresía-, la factibilidad de aplicar una estrategia de liberalización nacional de los servicios educativos, para que el Estado se libre, aunque sea en forma parcial, de esa abrumadora carga de mantener y distribuir las asignaciones presupuestarias en un rubro que, se vuelve cada vez más desvalorizado y defectuoso en su producción final.
Y, aunque no les guste a algunos, la educación presenta los mismos mecanismos de un mercado libre donde reina la oferta y la demanda, es decir, los alumnos, sus padres y los centros educativos funcionan a la manera de clientes que exigen que el producto sea de excelente calidad. En otras palabras, como todo bien y servicio, la educación es un medio de satisfacción para lograr un fin que anuncia, en principio, que el conocimiento sea puesto al servicio de la sociedad, con el propósito de mejorar la calidad de vida de todos sus integrantes.
La educación nacional ya no requiere de reformas guiadas por los tecnócratas de siempre, que terminan embolsándose los dólares, sino, de una revolución seria y responsable donde las instituciones se muevan en un escenario de libre oferta y demanda; y los padres de familia actúen como agentes en libertad de decidir, según sus posibilidades adquisitivas.
Desde luego, esta revolución encontrará muchos enemigos, desde los políticos hasta los líderes magisteriales acostumbrados al mínimo esfuerzo, a la garantía de un salario y a una pensión, mientras los alumnos reciben una educación totalmente alejada de la realidad del mundo moderno.