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CON VARGAS LLOSA Y SU “CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL”

ZV
15 diciembre, 2019 - 12:39 am

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15 diciembre, 2019 - 12:39 am
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Por: Juan Ramón Martínez

El patio central de las CajaSol, en Sevilla, está totalmente abarrotado. La conferencia a la que asisto, forma parte de las actividades culturales del XVI Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua, celebrado entre el 4 y el 8 de noviembre pasado. Entre varias opciones, escojo asistir a la entrevista conferencia que ofrecerá Mario Vargas Llosa. Llego acompañado de los colegas académicos hondureños Nery Alexis Gaitán y María Vargas. A los directores de las Academias de la Lengua, nos sitúan en la primera fila frente a un estrado simple, que se levanta no más de un pie del suelo, para permitir que todos, desde cualquier ángulo, podamos escuchar el diálogo que dentro de poco se iniciará. Los minutos previos, los uso para conversar con las personas que tengo a mi lado: Goytisolo, que me pide que le hable por el lado derecho suyo, porque el oído izquierdo lo tiene perdido, y con García Aldana, compatriota centroamericano, vicedirector de la Academia Salvadoreña de la Lengua, que me dice que no ha leído la novela; pero que apenas llegue a San Salvador, se afanará en hacerlo. “Préstame tu libro” me dice. Cosa que hago inmediatamente. El lo hojea con interés. Lo trajiste desde Honduras o lo compraste? No, le explico. Me la ha regalado anoche, un exsacerdote español, Diego Pérez Oliva, con el que trabajamos en Honduras. Después de la cena que nos ofreció, –junto a su esposa la hondureña Graciela Villavicencio–, a Gaitán y a María Vargas, después de mostrarnos su amplia biblioteca, nos dijo “escojan lo que quieran y llévenselo”. Yo, sabiendo que vendría a esta conferencia, tome “Conversación en La Catedral”. La leí hace muchos años. Ahora, después de esta conferencia, la volveré a leer por supuesto.

Cuando creemos que nos hemos acostumbrado al barullo de tantas conversaciones al unisono, un raro de silencio corta la mitad de la sala. Un hombre de mediana estatura, regordete, ágil, de pelo blanco, sube al estrado. Viste pantalón claro y chaqueta color marrón. Sin corbata. Ríe sin razón. Naturalmente. Posiblemente por cinematográficas obligaciones, acostumbrado a las luces de la televisión, mientras se acomoda y coloca sobre una mesilla cercana donde pone, abierto, un cuaderno de notas de pasta negra. Minutos antes, me ha dicho,–porque lo conozco desde algún tiempo– mientras criticamos los dos, –en el conversatorio en que diserta Goytisolo…, sobre la “traducción” del español mejicano de la película Roma hacia un “español madrileño”, que pronto volverá a ser un tertuliano habitual de la TVE, analizando las elecciones del 10 de noviembre. Se llama Juan Cruz. Es canario. Instantes, desde atrás del escenario, ingresa Mario Vargas Llosa, alto, apolíneo, recto pese a que ya tramonta los ochenta años, con el cabello blanco cayéndole sobre la frente, impecablemente vestido, ropas finas, zapatos negros brillantes y una corbata verde que se atreve a combinar con un traje obscuro, y con la mejor de sus sonrisas, nos saluda a todos, mientras se sienta frente a Juan Cruz, que será su entrevistador en esta noche que, todos esperamos, será inolvidable. El aplauso es, en consecuencia, general, entusiasta y prolongado. Se nota que a Vargas Llosa el recibimiento, le ha caído muy bien. Se ve relajado y sonriente. Es una visita a unos amigos, con los cuales comparte la complicidad en la construcción de nuevas realidades, por medio de la literatura, especialmente con sus novelas. Además, como miembro de la RAE, siente que está en casa, con los académicos correspondientes de todo el mundo hispánico. Y los particulares, que son, sin duda alguna, sus incondicionales admiradores.

Habla Juan Cruz. Tiene una voz agradable, aunque ligeramente aflautada que, por chillona es muy audible para mí, que por los años, he ido perdiendo la sensibilidad para los tonos más planos y apagados. Habla sobre literatura y de la novela. No improvisa. Todo lo tiene bien preparado. Se nota que tiene un guión, ordenado y preciso, y la disciplina para seguirlo. Y que tiene un elevado conocimiento de la obra de Vargas Llosa. En la libreta negra, que consulta en cada momento, lee comentarios de Vargas Llosa atinentes al tema, cita fragmentos de artículos periodísticos y centra sus primeras preguntas sobre el tema del poder que según él, cruza desde “Conversación en la Catedral”, “La Guerra del Fin del Mundo”, “La Fiesta del Chivo” hasta “Tiempos Recios”, como una marca indeleble. Vargas Losa responde, con gran naturalidad, sin notas en la mano, confiando en su privilegiada memoria, que el tema del poder le ha interesado desde siempre. Primero, en forma diluida –el termino es mío– y después, consistente, central y definitorio. Mientras habla de sus tiempos universitarios y sus aficiones desmesuradas por Sartre, no tengo otra –posiblemente influenciado por Freud– que imaginar que, esa actitud en contra del poder, de repente, puede tener alguna relación con las malas relaciones que tuvo con su padre, un hombre autoritario que conociera ya pre adolescente. Y que, se oponía arbitrariamente, a que se dedicara a la literatura. “Porque de eso nadie vive”, pienso que le dijo impulsado por elemental sentido común. O, debió agregar, no es una “profesión de prestigio”, imagino que le dijo su padre a Vargas Llosa, con la arrogancia que ingresó a su vida, después que su madre le había dicho que, hacía algunos años, había muerto.

Cuando Juan Cruz, le pregunta sobre “Conversaciones en la Catedral”, publicada ahora hace cincuenta años, Mario Vargas Llosa responde que probablemente es la novela que le ha tomado más tiempo escribir; la que le ha sido más difícil escribirla. Mucho más que La Casa Verde. De modo, ratifica, que “ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo” .Y que siendo una novela “un poco difícil para leerla, al principio tuvo pocos lectores, que han ido creciendo con el paso de los años”.

En un acto de sinceridad que se le nota en el brillo de los ojos, declara que si “tuviera que salvar una del fuego, una sola de las que he escrito, salvaría esta”, confiesa. Pese a que es difícil su lectura, ahora se lee mucho mejor, es cierto. Porque los lectores han aprendido a conocer y manejar mejor sus códigos creativos y sus tramas, en las que juega con los tiempos, mezclando diálogos y situaciones coetáneas. O que haya desarrollado ahora una visión mejor de sus lectores, porque cada vez mejor, Mario Vargas Llosa se conecta más fácilmente con el público, pienso. Confiesa que la escribió varias veces y en diferentes lugares. Luché mucho con los adjetivos, dice. Para agregar después que, conoció un profesor de literatura que, les enseñaba a sus alumnos, que no olvidaran nunca, que los adjetivos habían sido inventados para no usarlos. Ríe espontáneamente como niño orgulloso, que ha dicho una cosa agradable para todos. Hasta que a final, continuo, se sintió satisfecho y la entregó a sus editores. Antes refiere, en una carta dirigida a un grupo de amigos, de fecha 7 de julio de 1969, en la que les confiesa que, “es una novela que me sacado canas, casi cuatro años estuve trabajando en ella. Dos veces creí que el libro estaba terminado y las dos veces di marcha atrás para hacer nuevas correcciones. Pero en fin, hace un mes lo liquide, antes que me liquidara él (el manuscrito de la novela que comentamos) a mí”.

Las preguntas, acompañadas de largas citas que Juan Cruz lee de su libreta de forro negro, encamina a Vargas Llosa a contar de qué se trata la novela, develar sus orígenes y explicar quienes son los personajes centrales. Refiere que su país, “sufrió la dictadura del general Odria que como todas las de su especie, frenó procesos normales de las sociedades en crecimiento, cortó libertades y construyó un sistema de persecución en la que los jóvenes especialmente, se sentían inseguros, espiados por el régimen. Cuyo régimen, su titular y a los policías que nos acosaban en la universidad, rechazábamos con apasionado entusiasmo. Sin embargo acota, “la dictadura del general Odria, fue una dictadura particular, porque a diferencia de otras de la época, fue moderadamente sanguinaria. De modo general, prefirió la corrupción a la matanza”.

A otra pregunta de Juan Cruz, Vargas Llosa explica que la cantina donde se realiza la conversación entre los periodistas, le apodaban “la catedral”, por la apariencia externa de la vieja casa, de alta portada, las arcada y la ancha puerta de entrada, que hacía pensar que perfectamente pudo haber sido una iglesia; y porqué no, una catedral. Escucho serenas sonrisas a mi alrededor. Yo también rio, suavemente mientras veo atentamente, cada gesto de Vargas Llosa que, habla con enorme gusto, entre amigos, de lo que más placer le produce, escribir. Tiene, la virtud del hombre de palabra fácil, con la de fértil escritor de novelas, cuentos y artículos. Cosa poco común, especialmente entre los latinoamericanos, en que la oratoria no siempre está casada con la escritura.
A otra nueva pregunta de Juan Cruz, Vargas Llosa confiesa que hay mucho de biográfico en esa novela. En afecto, allí se puede ver al estudiante que hace algunos años, cuando escribe la novela, lo ha sido en la Universidad de San Marcos, en Lima. E incluso, menciona sus tres mejores amigos, a los cuales, les ha dedicado la novela. Inmediatamente ojeo el ejemplar que tengo a mano y allí leo la dedicatoria de “Conversación en La Catedral”: “A Luis Loayza, el borgiano de Petit Thouar, y a Abelardo Oquendo, el Delfín, con todo el cariño del sartrecillo valiente, su hermano de entonces y todavía”. El novelista peruano, nos explica que cuando estudiaba letras en San Marcos, en Lima, el era un gran y fiel seguidor del pensamiento del filosofo francés, Jean Paul Sartre y del existencialismo que propagaba. Borges, le parecía algo abominable. En cambio Loayza -fallecido este año y al cual le dedicara una columna muy sentida en Diario El País, de Madrid- creía que el argentino Borges, era lo mejor que había producido la literatura mundial. “Después cambie y reconocí igual que mi compañero, los méritos de Borges”, dice riendo. “Dejé atrás a Sartre, como efecto de mi maduración emocional e intelectual”, agrega.

Entrando en materia, explica que como en todo régimen autoritario, siempre hay, detrás del gobernante, visible y que lee discursos en concentraciones orquestados por sus aúlicos servidores, una figura malvada que trama todo y que imagina lo peor, especialmente, lo que más daño produce en el pueblo. Porque gobernar para ellos es, producir miedo”. “Son personas insignificantes, agrega con una disposición a hacer cosas, para satisfacción personal. Se consideran profesionales en lo que hacen, y como no tienen conciencia del bien y el mal, carecen de capacidad crítica y de cuestionamiento sobre lo que hacen”. Por esa razón, son una máquina para hacer el mal, incluso de manera natural. Son leales, aunque en algunos momentos anticipan su final, están muy orgullosos de su lealtad a toda prueba. Ese personaje que es en realidad la figura central de “Conversación en La Catedral”, es Cayo Bermúdez, personalidad anodina, que fuera guarda espaldas del padre de un hombre, cuyo hijo es para entonces el ministro del gobierno de Odria, –disminuido en la novela– que se desempeña como Director de Gobierno; el hombre de confianza de los militares que no de fían en los políticos; ni en la gente que aparenta tener sus propios intereses. De él tome el personaje dice Vargas Llosa. En la novela, un compañero suyo –de Bermúdez, que vive anodinamente en una provincia del interior, llevando una vida precaria– ha sido nombrado ministro y cuando el general Odria, le pregunta sobre un conocido a quien se encargue de la seguridad del Estado, para identificar a los enemigos, perseguir a los comunistas y echar del país a los apristas, y poner en cintura a los estudiantes revoltosos de la universidad de San Marcos. Y demás cosas sucias que surgiran en el camino del día a día, además que sea honrado, –y leal, por sobre todas las cosas– insiste Odria, su excompañero ahora ministro se acuerda de Bermudez. Vargas Llosa refiere que, en sus tiempos universitarios en San Marcos, publicaban un pequeño periódico y que en algún momento, escribieron algo que disgusto a este hombre que los llamó a su oficina. Los increpó; le dijo que les conocía y que, en un momento acabaría con ellos. Aplastándolos como gusanos”. “Ni siquiera levantó los ojos para vernos. Tenía una manera muy natural de menospreciarnos a nosotros, estudiantes universitarios a los que consideraba en su esquema de seguridad, que eramos poca cosa. O el –porque con estas personalidades nunca se sabe– se sentía tan pequeño que no se atrevía a vernos a los ojos. Pero incómodos. Por la indiferencia que trasmitían. Era, dijo Vargas Llosa un hombre que no disimulaba su insignificancia. Más bien se refugiaba en ella, para esconderse y hacer su trabajo que siempre, tenía que estar fuera de foco. Una suerte de Montesinos, pienso, esperando que Vargas Llosa haga la comparación, cosa que se abstiene. Sería darle mucha importancia, pienso. El tiempo de la novela, va desde 1948 hasta 1956. El espacio físico de la novela, es la ciudad de Lima y específicamente, una cantina de mala muerte, –refugio de periodistas y estudiantes aficionados a la profesión-, “que me sirvió de árbol, de cuyo tronco fueron surgiendo, otros muchos más personajes”. Y el lenguaje, que es por medio de la conversación, el personaje orientador o hilo conductor, que une a los demás personajes con nombres y apellidos. Que son muchos. Oigo decirle quinientos; pero ahora que escribió, de memoria, sin notas, pienso que debió decir cientos. No sé.

No queda duda, al final de la conversación en Sevilla, que “Conversación en La Catedral” es una gran novela, en la que, no solo se pone en evidencia la maestría artesanal de Vargas Llosa, sino que se puede articular que para el Premio Nobel 2010, es un puente –como lo ha insinuado antes Juan Cruz- que enlaza a “La Guerra del Fin del Mundo”, con “La Fiesta del Chivo” y “Tiempos Recios”, alrededor del tema del poder, Y en el que, figuras insignificantes, incapaces de enfrentar los dilemas de la banalización del mal, utilizan los instrumentos del poder, creados originalmente para servir, para hacer daño, con una indiferencia total. Vargas Llosa en un momento de su conversación compara al personaje central de “Conversación en La Catedral” con Abbas García, un don nadie dominicano que le pide fondos a Rafael Leonidas Trujillo, para viajar a México a recibir un curso policial y al final termina convertido en el hombre que le hace el trabajo sucio al dictador dominicano. Con una lealtad benedictina. Y que, volveremos a encontrarlo como uno de los dos personajes principales, en “Tiempos Recios”, –la última novela de Vargas Llosa- involucrado en la muerte de Carlos Castillo Armas que, apoyado por Estados Unidos, ha derribado al presidente Jacobo Arbenz de Guatemala. Esta relación entre el ejercicio de la maldad y el bajo nivel de quien es responsable, pareciera –lo digo yo, en una libre interpretación– que fuera la radiografiá de la amargura que impregna a los miembros de las clases inferiores ante el fenómeno del poder que ejercen y que trocan en una suerte de venganza, en la que incluso, no buscan protagonismo. Solo sentir que existen cuando hacen daño a los demás. Una suerte de santidad del mal, lo que es indiscutiblemente, una contradicción moral. En las tres novelas, los personajes perversos vienen desde abajo, en donde han sido ofendidos y maltratados por su mediocridad. Y que encuentran en el interior del poder y sus mecanismos articularmente precisos, la oportunidad de hacer sentir su ascenso social, su fuerza y capacidad para poner de rodillas a los que aparentando menospreciar, en el fondo los usan, como gancho para ascender socialmente y en forma emocional calmar sus angustias existenciales.

Al final, tengo la impresión que Vargas Llosa nos ha mostrado su estilo de trabajo y su habilidad, para hacer del acontecimiento conocido por todos, un escenario diferente –suficientemente investigado para que no se me descubran las mentiras, ha dicho riéndose– en que crea un mundo literario exclusivamente nuevo. Posiblemente aquí, en este estilo suyo, el de la “verdad de las mentiras”, radica su mayor contribución a la literatura en español y mundial.

Dos horas después, la conversación sigue viva. Pero Juan Cruz, fiel al guión al que se ha sometido, pone punto final a la rica disertación que desde sus inteligentes preguntas y comentarios le ha permitido a Vargas Llosa explicarnos, con palabra fácil, la interioridad de la novela, cuyo cincuenta aniversario de su publicación, estamos celebrando este año. Si de nosotros dependiese le digo al colega salvadoreño García Aldana, habríamos amanecido como en los velorios centroamericanos, conversando con Mario Vargas Llosa. Los aplausos son sonoros y prolongados. La mayoría nos ponemos de pie. Después, se forman largas filas para saludar al novelista. Cuando me toca el turno, abre los brazos y me abraza con natural y espontaneo afecto. “¿Cómo estas? ¿Cómo va Honduras?”. Nos hemos visto tres veces y en la última, conversamos vivamente en la sede de la RAE en Madrid sobre la “Historia de Mayta” –novela menor suya- y del cultivo de banano por un familiar mío, en su provincia natal en el Perú. Muy bien le respondo. Y doy la vuelta discretamente, para estrechar la mano de Juan Cruz, al que felicito calurosamente, por la conducción del conversatorio. Y cuando le digo, solo una pregunta te falto, me reprocha riéndose, “no me vengas a decir que debí hablar de Zavalita y preguntarle a Mario cuándo fue el tiempo en que se jodió el Perú, Eso si que no. Todos hablan de eso. No quería repetirlo”. Nos reímos y nos damos de nuevo, la mano afectuosamente. Doy la vuelta, busco a mis compañeros académicos hondureños para regresar al hotel María, donde estamos instalados. Muy bueno dice Alexis Gaitán. María Vargas asiente, enfáticamente. Yo les digo, eufórico, ha sido extraordinario. Me siento, muy bien. Satisfecho. Feliz.

Sevilla, Barcelona, 5 de noviembre del 2019.

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