ES un altísimo peñasco natural, de origen tectónico, que se ha convertido en el símbolo de los hondureños en general, y de los capitalinos en particular. No se trata de cualquier peñasco, que en Honduras abundan en diversos rincones montañosos. Sino de un cerro que con el paso de los siglos se ha convertido en una metáfora viviente. Tomando como punto de referencia el Parque Central y la Iglesia Catedral, el Cerro de “El Picacho” se localiza hacia el norte de la ciudad, sobre un desfiladero abrupto de más de mil trescientos metros sobre el nivel del mar, que comunica hacia el oeste con el Río Grande o Choluteca; hacia el sur con el Parque la Leona; y hacia el este con el Barrio El Reparto; y en dirección noreste se confunde directamente con “El Hatillo” y con la Montaña de la Tigra, pulmón de Tegucigalpa.
Sobre la cumbre de “El Picacho” encontramos el viejo Parque de las Naciones Unidas; y un zoológico que custodia varias especies. Pero lo más simbólico del Cerro de El Picacho es la gigantesca estatua de “Jesucristo Resucitado”, producto del cincel creativo del escultor Mario Zamora Alcántara (QEPD), y de otros arquitectos e ingenieros. La estatua representativa del Cristo del Picacho se observa desde distintos rumbos del Distrito Central, sobre todo en las noches de luna llena, ofreciendo un mensaje de paz y serenidad.
Una de las tantas curiosidades del Cerro de “El Picacho” es que, en uno de sus recodos, hay un pequeño nicho artístico dedicado a los grandes filósofos y matemáticos de todos los tiempos; nicho cultural que pareciera desconocido para la mayor parte de los capitalinos y visitantes. De repente muchos escritores hondureños desconocen la existencia de este parquecito dedicado a los pensadores del trasmundo.
Sea como fuere “El Picacho” es un lugar que contiene historia y cultura, tanto en las partes negativas como positivas. Algunos de los enfrentamientos derivados de las montoneras civiles de los siglos diecinueve y veinte, se escenificaron, dolorosamente, en las faldas de este cerro. Sin embargo, a pesar de todos los pesares, este cerro tectónico con aires bienhechores y olor a pino, se significa como una “piedra lírica” hondureña, apropiada para la meditación y el lanzamiento de grandes proyectos positivos.
Cualquier persona cansada de la rutina y del estrés que produce el trajín diario de la capital, puede retirarse y recogerse en un recodo de las estribaciones del Cerro de El Picacho, a reflexionar serena y profundamente sobre el destino de Honduras y de los hondureños. Una de las primeras reflexiones es que cualquier prisa, sobre cualquier tema, puede conducir hacia el error o la precipitación individual o colectiva. Ya es tiempo de detenerse en el camino a pensar con cuidado los grandes temas de la sociedad hondureña, sin sesgos ideológicos extremos.
Si para el caminante la cumbre de El Picacho resultara demasiado lejos del centro histórico de la ciudad, bien puede detenerse en el Parque de La Leona a observar la capital desde distintos ángulos, sea durante el día o en la noche, y a meditar sobre nuestro propio destino. Sería saludable que hubiera vigilancia en ese parque, porque a pesar de todo, ahí también se respira cierta serenidad, propicia para la más honda meditación. El viajero, interno o externo, puede llevar algún refrigerio y un lotecito de libros a fin de reforzar sus reflexiones, tan necesarias en estos tiempos de prisas descomunales. El camino para los hondureños de buena voluntad está señalado, ya sea en dirección al Cerro de El Picacho, nuestra “piedra lírica”, o en dirección al Parque de La Leona.