PROVINCIA Y METRÓPOLI

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19 de enero de 2020
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12:16 am
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PROVINCIA Y METRÓPOLI

CUANDO un paisano inteligente o sensitivo de la costa, o de tierra adentro, se ve en la circunstancia de viajar hacia países desarrollados o cuando menos con unos niveles  históricos, sociales y económicos superiores a los nuestros, las comparaciones afloran espontáneamente como por arte de magia. La primera pregunta se relaciona con las posibles causas del atraso del país de procedencia. O cuáles podrían ser los obstáculos que debieran ser superados a fin de alcanzar el nivel medio del país que se visita. El desasosiego comienza y las respuestas, por regla general, suelen ser improvisadas y por consiguiente incorrectas. Si el viajero carece de una información histórica apropiada acerca de su propio país y de la sociedad metropolitana que eventualmente visita, entonces todas las divagaciones le habrán de conducir por senderos brumosos de equivocación.

Sin embargo, las preguntas siguen latentes respecto de los muchos panoramas positivos y absurdos que se encuentran en el camino. Uno de los tantos absurdos aparentes se conecta con las costumbres peculiares de cada pueblo y sociedad. No importa que se trate de países altamente desarrollados. Porque siempre conservan algo sustantivo de unas viejas tradiciones que, donde menos se espera, reaparecen en los quehaceres cotidianos de la gente, sobre todo en los ámbitos gastronómicos y religiosos, en donde además suelen añadirse y conjugarse las libertades y los libertinajes modernos.

No es tan diferente el impacto que experimenta un joven campesino del interior que por primera vez viene de visita a Tegucigalpa o a San Pedro Sula. Es lógico que ese compatriota realizará comparaciones obligadas entre su pueblito de origen y la ciudad grande o mediana de un país más o menos atrasado como Honduras. Son tan grandes las diferencias que a veces ni siquiera es necesario viajar para enterarse. Basta con leer algunos libros de geografía económica para detectar las grandes distancias físicas y emocionales entre una sociedad provinciana y una gran metrópoli. En los primeros tiempos republicanos de América Central hubo un hombre, por ejemplo, que soñaba con equiparar el desarrollo de esta región ístmica con la Europa de aquella época. Es más, anhelaba que nosotros nos colocáramos por encima de los europeos. Eso se llama soñar en grande.

Pero para soñar de esa manera se requiere realismo; identificación de verdaderos problemas colectivos; talento a raudales; persistencia y mucho trabajo tesonero diario que debe ser cubierto por zonas y etapas. No de un día para otro porque, como reza el proverbio popular, “el que mucho abarca poco aprieta”. Sin realismo no se marcha hacia ningún lado ya que todo se convierte en verborrea y divagación. El realismo conduce a la identificación de los problemas centrales de una nación. Desde adentro. No desde afuera. El talento a raudales habrá de ser una exigencia mutua entre los mismos paisanos que comparten un proyecto de desarrollo nacional mancomunado. La persistencia es para nunca doblegarse ante las adversidades previstas e imprevistas que seguramente se podrán presentar en toda la trayectoria. Y, finalmente, es exigible el trabajo semanal de todos los integrantes del corpus social, según sean las capacidades individuales y colectivas de cada segmento poblacional, en cada región, aldea y subregión.

No se puede alcanzar el nivel de desarrollo de ninguna metrópli desde un provincianismo estancado que renuncia al conocimiento imparcial de su propia historia y que rechaza el conocimiento universal. Tampoco se debe renunciar a los buenos valores tradicionales que se han heredado de generación en generación, sólo por el prurito de caer en vagas modernidades. Se trata más bien de un quehacer multifactorial dinámico en donde entran en juego todas las potencialidades pasadas, presentes y futuras de una nación.

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