JOSÉ LUIS QUESADA: PRÓLOGO PARA ESCRITO SOBRE EL AMANECER

ZV
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26 de enero de 2020
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12:47 am
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JOSÉ LUIS QUESADA: PRÓLOGO PARA ESCRITO SOBRE EL AMANECER

(FRAGMENTOS)

Un proverbio podría rezar: los poetas tienen en la frente la señal de los temas que ocuparán su imaginación. Borges escribió desde niño sobre tigres y espejos, y Neruda fue siempre terrestre y mineral. La poesía, como el tiempo, tiende a arremansarse.

Yo nosotros, (México 1968), segundo libro de Livio Ramírez Lozano, anticipa las líneas esenciales de su poesía posterior, particularmente la del que ahora el lector tiene en sus manos. El contexto de aquella obra inicial fue el México de los últimos años de la década del sesenta. El mismo de la matanza de Tlatelolco, corren los días de la campaña del Ché en Bolivia, los días de la rebelión juvenil en Francia y del movimiento Hippie, que se había inspirado (los caminos que comunican el espíritu humano son insondables) en un pequeño y genial esquizoide mechudo y andarín: Jean Arthur Rimbaud.

Con semejante antecedente, escrito sobre el amanecer… se define a sí mismo como “un texto de aullidos”, y nace del otro lado del Atlántico, para vivir, como el primero otro momento histórico: el de la España posfranquista, que muestra su otro rostro, el de Machado y Vallejo, y a la cual canta Ramírez en unos versos exultantes.

En cierto modo, este poema constituye la visión solidaria de un hombre, testigo de un proceso histórico que ha alcanzado su plenitud, pero que no es el suyo; la realidad propia es otra, la de los proyectos abortados y las ilusiones truncas: Honduras, América Latina. El hombre que observa avenidas “colear como cometas” y a la multitud gozosa y triunfal ante las puertas de un futuro conquistado, procede de un “país asesinadísimo” y aunque escriba sobre el amanecer, no escribe sobre el amanecer de su patria. De ahí la doble naturaleza celebratoria y elegíaca de este poema, que se debate entre el optimismo histórico y el pesimismo individual, que duda entre la “borrasca de un gran autorretrato y un óleo de todos y de nadie”.

Obviamente, el autor abriga la convicción de que la conflictividad personal solo puede resolverse mediante una inserción en el tiempo histórico, lo que no significa que tal inserción se logre con una simple declaración de principios, con una adhesión; se trata más bien que las vicisitudes de una conciencia en plena evolución. El aceptar los hechos no atenúa la rudeza del conflicto.

El conflicto se expresa también en el lenguaje y en la actitud del poeta ante la poesía. Desesperado de que esta no tenga la calidad de un acto material, ambiciona el imposible sueño de los poetas, desde el simbolismo hasta el creacionismo: no recrear sino crear. Aspira a “un canto de actos que no me necesite”. La poesía ha de ser un organismo vivo, una realidad como cualquier otra, quiere generar un poema que sea “un gavilán de ojos metálicos.

De cualquier suerte, y al grado de crear contradicción, las palabras luchan contra el poeta y viceversa; ¿Cómo ejercer el elevado salto de garrocha entre el “yo” y el “nosotros”.

El poeta exige un “Canto de actos”. Y, ante la imposibilidad de conseguirlo no le queda otro remedio que declarar su temor, su inseguridad como ser pretendidamente integrante de la historia.

El poeta, cuando entra en acción, deja de serlo para convertirse en héroe o mejor aún, en un arquetipo. Pero los más realistas se conformaron con fundar su propia leyenda -Villón, Rimbaud, Lautremont, Borges-, para citar algunos nombres. El poeta consiente en el fondo de sus limitaciones, sabe que mientras ejerza la gimnasia del verbo, tiene que resignarse; y es así como se ve a sí mismo escribiendo, solo escribiendo.

La escritura es aquí esperanza de comunicación y desesperanza de la historia, por más que el discurso consciente, y la postura ideológica no dejen lugar a dudas. Montañas, bloques de palabras: posibilidad e imposibilidad. El poeta, dios de su mundo, centro de su universo de ficción, quiere imponer su realidad a la realidad, porque no se resigna a que “las palabras sean solo palabras”. ¿Dónde queda ese “punto donde una vez se tocan la vida y las palabras”? Buscarlo es el mérito de toda poesía, aun a riesgo de enmudecer, como ya lo probaron Lord Byron y Rimbaud.

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