Para entender la corrupción

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1 de febrero de 2020
/
12:05 am
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Para entender la corrupción

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Diversos sectores de la sociedad son presa de la congoja y la desesperanza por la muerte de la Maccih. Nadie imaginó que a la misión de apoyo, puesta para acompañar a los entes fiscalizadores del Estado, no se le renovaría el contrato, levantando aún más las sospechas entre el público, de que no existe la voluntad formal para juzgar a los delincuentes de cuello blanco que hacen negocios con los recursos del Estado.

Desde luego que hubo una fe exagerada en que las cosas iban a cambiar en unos pocos meses, y que llegaría el día en que la probidad y el buen actuar resplandeciesen en las oficinas y en el alma de los funcionarios públicos, y que la mayoría, sino todos, exhibirían conductas parecidas a las de “Pepe” Mujica.

Para entender la corrupción, hay que refrescar un poco la memoria. Los ladrones en el Estado dejaron de manosear las arcas, no tanto por exiguas o limitadas, sino, porque casi todo está inventariado. Había que buscar una manera de aprovechar el puesto en el gobierno de turno; la solución estaba ahí mismo en la maraña de la gestión burocrática, es decir, en los procesos y en los procedimientos administrativos estatales. Y no es que la burocracia sea cosa mala, sino que su organicidad resulta ser un ambiente propicio para el desarrollo de la cleptomanía, a pesar de los procedimientos y de las normas; solo que los malhechores ya no utilizan el antifaz, sino, el saco y la corbata. De hecho, la corrupción estatal, nuestra corrupción, no procede de la Colonia ni de la reforma liberal, sino, de los años 50 del siglo XX, cuando la política de industrialización cepalina nos enseñó que la gestión en el Estado debía ser manejada por egresados universitarios, preparados con el conocimiento científico para dar la batalla de los servicios públicos. El problema vino después, cuando los especialistas se dieron cuenta que los procesos podían adulterarse, sobre todo en las compras y en las licitaciones, y que no había nada de malo en ayudarle a ciertos empresarios para que sus ventas se fueran para arriba, a cambio de exenciones o simplemente a través de un “laissez passer” aduanero. La cosa no acaba ahí. Por alguna extraña razón, un porcentaje de las inyecciones financieras destinadas para el pueblo, que nos hacían llegar los inocentes donantes, se quedaban en los bolsillos de los intermediarios, de cuyos nombres no me quiero acordar.

La depredación estatal se volvió más sofisticada, al igual que los negocios ilícitos. A decir verdad, la alianza estratégica entre funcionarios y pillos, nació en Honduras antes que Apple y Sony firmaran un acuerdo de beneficio mutuo. Y para que las inversiones se convirtieran en sustentables, los “entrepreneur” se apoyaron en agencias estatales de mucho poder, de modo que la norma y la ley no fuesen obstáculos, y que la oferta y la demanda -cautiva en este caso-, fluyera libremente entre los agentes involucrados.

Así que no abriguéis esperanzas de que el crimen institucional desaparezca por los momentos. Además, ya se sabe, las agencias fiscalizadoras y de probidad del Estado, por ser vástagos del poder, jamás se rebelarán contra su progenitor, por respeto al autor de sus días.

La salvación llegará el día en que tengamos una fuerte discusión sectorial sobre la ética de los políticos, una oposición seria y responsable, una prensa crítica y vigilante del proceder de los funcionarios, y un par de agencias inmunes a la infección del poder institucionalizado. Por los momentos, la vacuna contra la criminalidad estatal, aún no llega por estos lares.

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