Cultura y violencia

OM
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4 de febrero de 2020
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12:40 am
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Cultura y violencia

El Tratado de Bogotá

Por Juan Ramón Martínez

Fui, el sábado a Juticalpa, a un acto cultural que la alcaldía municipal, la Sociedad Olanchana de Literatura y la Casa de la Cultura, honraban la visita del embajador de la República Dominicana, Marino Beringüete. Marlon Brevé, rector de la UNITEC, –animó la invitación que respaldaron las entidades señaladas– y el embajador dominicano, poeta y narrador, nos invitó a Livio Ramírez, Rolando Kattán y a mí, para que le acompañáramos.

Acepté de inmediato. Esta diplomacia cultural es interesante y singular, cuyos efectos positivos tuve la oportunidad de valorar hace muy poco en la actividad de Dolores Jiménez, la última embajadora de México. La que produjo efectos significativos en las comunidades, tanto de la capital como de las distintas regiones visitadas. La primera vez, coincidí con Dolores Jiménez y su esposo Tomás Díaz, en Olanchito, en la “Casa de la Cultura”, –que dirige el poeta Eber Sorto– celebrando con palabra generosa y auténtica, la colección de libros escritos por los vecinos y nativos de Olanchito. Coleccionada por Juan Fernando Ávila y donada por Elvin Santos, a su ciudad natal.

En el momento en que el alcalde Humberto Madrid intervenía, escuchándole decir que la municipalidad apoya a los intelectuales de la ciudad a publicar sus libros, a financiar eventos como el que participaba, retomé el hilo de una vieja reflexión: la contradicción entre cultura y violencia que, en términos espaciales y muestra de fuerzas, ha desbordado la capacidad de respuesta de una sociedad conservadora como la hondureña, resistente al cambio, poca imaginativa, mentalmente subordinada, defensora de la pasividad, amiga de hablar del pecado, silenciando el nombre de los pecadores. Y, de cara a los incidentes violentos que se han producido últimamente en Olanchito –y a los cuales me he referido en otro diario de la costa norte– descubrí que la cultura, entendida en forma simple, como una manera de expresarse y sentirse una comunidad, forja el comportamiento colectivo; modela los impulsos irracionales, y solidifica el sentimiento de identidad. Y que cuando la cultura disminuye, aumenta la violencia y la criminalidad.

Olanchito es una sociedad ganadera. Contrario a Danlí y Juticalpa, no ha podido recrear su burguesía local; cambiar la visión individualista; cambiar el relato ideológico ganadero y, menos, desarrollar mecanismos alternos desde la cultura, para reforzar las expresiones de la identidad y comportamientos colectivos. Se ha impuesto la “hojarasca”, callando a los maestros y a los intelectuales.

No siempre fue así. En la década de los treinta del siglo pasado, los profesores le quitaron la dirección psicológica a los ganaderos que, manejaban una cultura basada en la dependencia de las lluvias, en la conservación de las prácticas repetidas, y la defensa de valores individualistas, el rechazo a la organización empresarial, la oposición al cambio y la celebración de la fuerza y el dinero, para dominar el poder local. Pero ahora, en Olanchito, contrario a lo que ocurre en las dos ciudades citadas, los ganaderos y el vacío que ha creado su tradicional indolencia y su adhesión a valores opuestos a la cultura, –caracterizada por el culto de la palabra, y la tolerancia que permite la discusión inteligente–, han estimulado el resurgimiento de la violencia, el asesinato colérico o la muerte vengativa, desde el monte, de enemigos que han perdido la caballerosidad. Y con la cara cubierta, por desconocidos motivos, asesinan a jóvenes empresarios del agro y asaltan comisariatos de los campos bananeros.

Las generaciones anteriores, la nuestra y las que la siguieron, cultivaron la discusión respetuosa, el uso de la palabra y la tolerancia mutua, que ahora han desaparecido. La cultura está arrinconada. El sectarismo político, ha rebrotado. Ahora domina la pistola rencorosa, exhibida por irresponsables en caderas impúdicas, dominados por complejos de inferioridad, disfrazados en arrogancias alcohólicas, generando muertes de mujeres, jóvenes, ganaderos y asaltos a la propiedad privada. Inseguridad total. Un clima de miedo, según dice Tomás Ponce, alcalde municipal. La destrucción de la cultura, ha permitido la arrogancia de los criminales y el temor de los vecinos, encerrados en sus casas, evitando los despoblados para salvar su vida. Volviendo difícil la coordinación de las autoridades que, no cooperan entre sí. Lo que favorece, el crecimiento de la violencia.

Esto tiene que cambiar. Bajo nuevos conceptos organizativos, cooperación y confianza, entre las fuerzas sociales. ¡Hay que derrotar a los violentos!

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