La explotación del telegrafista y del maestro

ZV
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15 de febrero de 2020
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12:02 am
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La explotación del telegrafista y del maestro

Vicente Mejía Colindres a Carías Andino: “DESEO QUE EN ESTE CARGO SEAS MENOS INFORTUNADO QUE YO”

Alfonso Guillén Zelaya

A todos a afectado la crisis económica en que estamos, hundidos, gracias a la inercia, la timidez y la imprevisión. El profesional, el comerciante, el agricultor, el artesano, el jornalero, todos han visto descender sus entradas, no solo por remuneración menor de su trabajo, sino por escasez del mismo o falta de negocios. Cada uno en su clase ha tenido sus alternativas, en decir días buenos y malos, o, si se quiere, momentos magníficos y momentos de miseria. Pero los telegrafistas y los maestros están fuera de la regla general. Estos parece que trabajan sin esperanza de cambio. No tienen bonanza, sino perpetua penuria, como si en los encargados de retribuir sus esfuerzos que son verdaderos sacrificios, privara el criterio arraigado de que el telegrafista y el maestro no necesitan comer para vivir, siempre se resuelve asignarles sueldos escasos que al final, para hacer más sangrienta la ironía, no se les paga.

Nada menos ayer, nuestro corresponsal en Comayagua nos dice: “los pobres telegrafistas de esta ciudad están sin sueldo desde hace tres meses, lo cual constituye una injusticia con estos esclavos del deber. Debe hacerse -agrega- todo esfuerzo para pagárseles. Por de pronto, siquiera una parte de lo que se les adeuda. Querer es poder”.

Con respecto a los sueldos de los maestros, han llegado ya tantos mensajes quejándose de la falta de pagos, que no creemos necesario repetir ninguno.

Merece realmente una enérgica censura el descuido y la indiferencia con que se ve la remuneración de los telegrafistas y maestros, no sólo por el hecho de que sus sueldos, como decimos antes, han sido siempre y son ahora demasiado reducidos, sino porque ese trabajo es un trabajo sagrado, un trabajo de los más duros, que debiera pagarse de preferencia. Parte de la seguridad del Estado está en los telegrafistas. La seguridad del porvenir está en los maestros.

El telegrafista está condenado a transmitir en silencio, bajo discreción y reserva, la monotonía somnolienta del diario lugar común o de la necedad fatigante. Raras veces pasa por sus ojos la frase perfumada de un amor lejano, el interés de los grandes acontecimientos del mundo o la palabra eminente de las inteligencias mejores. Pero nadie piensa en eso, sino en exigirle, sin reconocimiento y sin pago, el máximum de trabajo y de lealtad.

El maestro perdura modelando vidas, orientando espíritus, y apenas si le es dable, ya viejo, amargado y empobrecido, alzarse en la eficacia de su labor realizada, de su deber cumplido. Sin embargo, todos le piden más, siempre más a su sacrificio irretribuido.

El Gobierno debería poner término a esta explotación injusta y despiadada del telegrafista y del maestro, no solamente pagándoles de preferencia y cumplidamente sus sueldos, sino empeñándose en que basten a la satisfacción holgada de sus necesidades.

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