Ricardo Oliva y Arnaldo Miranda

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21 de febrero de 2020
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12:03 am
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Ricardo Oliva y Arnaldo Miranda

Por: Juan Ramón Martínez

Ricardo Oliva y Arnaldo Miranda, tenían en común su pertenencia a la misma generación que la nuestra, y su militancia rotaria. Fueron amigos fraternos, compañeros nuestros y además, tenían clara vinculación emocional con Choluteca. El primero nació allá. Fue un joven inquieto y destacado durante su vida estudiantil. Alcalde de la ciudad, desempeño destacado, papel de conformidad con su natural vocación de servicio. El otro, nacido en Olanchito, piloto comercial, llegó a la ciudad sureña a fumigar los algodonales y allí encontró a la mujer de su vida, con la cual contrajo matrimonio, formando una familia destacada en la que varios de sus hijos residen en los Estados Unidos. Con Ricardo Oliva, por razones de cercanía nos vimos mucho más. Viajaba frecuentemente en las últimas décadas a Choluteca, donde era invitado como orador, cosa que me llenaba de enorme satisfacción y orgullo. Algunas veces fui acompañado de Hernán Corrales Padilla, con el cual una vez usamos la palabra para honrar, bajo el liderazgo del Club Rotario de Choluteca, la figura de Juan Ramón Aguilera, uno de los tres más destacados comunicadores que ha producido la sureña ciudad en sus últimos años. En la mayoría de los casos, el anfitrión principal era Ricardo Oliva que, no solo era generoso en sus muestras de cariño, sino que además, hasta en las mínimas atenciones. Nuestras insinuaciones y deseos se convertían en servicios inmediatos que, nos llenaban de satisfacción. Conversador de amplios horizontes imaginativos, contaba anécdotas, refería historias y puntualizaba fechas con precisión extraordinaria. Pero además, era un hombre alegre con el cual era imposible la discusión o el desacuerdo, porque contaba con una fina capacidad diplomática en la que su empatía personal, hacía sentir muy bien al otro. Al cual hacía sentir bien, celebrando virtudes reales o imaginarias, que su enorme cariño desbordado, le permitía exagerar con enorme facilidad. Entre sus hermanos mayores, era junto a Roberto, el menos intelectual; pero sin duda, el que mostraba un cariño natural y espontáneo que nos hacía sentir muy bien.

Con Arnaldo Miranda, de regreso en Olanchito y miembro del club de aquella ciudad, nos veíamos con frecuencia. Cada vez que iba a visitar a mis padres, que entonces todavía vivían, cada martes nos veíamos en la sesión ordinaria del club. La última vez, se mostró muy interesado en verificar el día que regresaría a Tegucigalpa, la hora que saldría de Olanchito, el tiempo que me encaminaría por la ruta desde aquí a Sabá y el color del vehículo en que nos conducíamos. Entonces me acompañaba Alfredo Gutiérrez, que como nadie, le gustaba manejar, cosa que me favorecía porque esa actividad nunca ha sido de mis favoritas y prefiero en los viajes, más que conducir, aprovechar para leer, reflexionar y dormir. El día que regresamos de Olanchito, después del desayuno familiar nos encaminamos a Sabá, para conducirnos hacia La Ceiba, El Progreso y regresar a Tegucigalpa. Cerca de las ocho de la mañana, en la recta entre Tepusteca y Sabá, a la distancia vi un punto negro que confundí con un zopilote. Sin embargo, al seguir viéndolo, noté que volaba en línea recta y se dirigía hacia nosotros. Pocos segundos después, enfrentamos a una avioneta amarilla, pilotada por Miranda, volando a la altura de nuestro automóvil, la que se dirigía a chocar inevitablemente con nosotros. Pensé que allí terminaba nuestra existencia; pero en el último momento, segundos antes del choque inevitable, el experimentado piloto, levantó el morro de su avioneta y pasó rosando el techo del vehículo. Con Alfredo nos bajamos, porque para entonces habíamos identificado al piloto y en una segunda vuelta en que inclinó la nave para que le viéramos, le dispensamos insultos obligados que no escuchó. Pero era obvio por la sonrisa exhibida, que gozaba con la broma, y especialmente con nuestro miedo descomunal.

Mientras a Oliva pude acompañarlo en su velatorio, no pude ir a Olanchito, por razones de prudente seguridad. Pero a los dos, los tuve presentes en mis recuerdos y oraciones. Tanto porque forman parte de mi historia personal, integrados al núcleo de amistades que he ido construyendo en todo el país y porque fueron dos hombres buenos a los que me unió el cariño y el compromiso por una sociedad mejor. Sobre sus tumbas frescas, las flores blancas de mi cariño.

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