Oportunidades ¿para todos?

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13 de marzo de 2020
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12:25 am
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Oportunidades ¿para todos?

Esperanza para los hondureños

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Existe una creencia, socialmente aceptada, que dicta lo siguiente: si una persona egresa de la universidad, se da por sentado que después de cinco largos años metido en las aulas sacrificando a su familia y a él mismo, su vida cambiará para siempre.

El cuento relata que se va a la universidad para tener el privilegio de moverse económicamente hacia arriba, y dejar el barrio para vivir mejor que los amigos y los vecinos. Eso implica que, en términos de mercado, la persona se cotizará mejor, que tendrá un valor de intercambio, y que ya puede participar en el libre juego de la oferta y demanda laboral. Esto, en teoría.

La oportunidad de trabajo puede provenir de la empresa privada o del mismísimo Estado, si hablamos en términos keynesianos o weberianos, que explican el fenómeno de la chamba en la enredada burocracia estatal. Porque, al Estado siempre le ha fascinado la vieja práctica kafkiana de abultar el número de puestos para que una ingente cantidad de funcionarios -militantes o hijos de militantes-, estén dispuestos a complicarle la vida a los usuarios.

Además -uno no sabe las vueltas de la vida-, una vez puestos en la pirámide estatal, el servidor público puede ser nombrado manager de una institución gubernamental, lo cual significa haber hecho realidad el equivalente al “sueño americano” del egresado universitario de clase media.

La mala noticia es que la supuesta igualdad de oportunidades no es más que un discurso vacuo utilizado por funcionarios de organismos internacionales y de las agencias asesoras de los gobiernos, es decir, se trata de un aburrido formalismo, divorciado completamente de la realidad, porque, a decir verdad, un título universitario no es garantía de inserción automática al ámbito laboral, sobre todo en estos tiempos donde la demanda a nivel global ha mermado ostensiblemente. Eso implica una baja en la productividad y, desde luego, una oferta de trabajo cada vez más reducida para los jóvenes de países pobres como Honduras.

A ello hay que agregarle un problema institucional muy típico del Tercer Mundo: muchos jóvenes graduados sufren la perversidad de una meritocracia, suplantada por el amiguismo, el “pull” o el apadrinamiento político. Es decir, en el proceso de reclutamiento y selección, intervienen factores bastante viciados que burlan los procedimientos establecidos en las políticas organizacionales. Como todos sabemos, la ineptitud es bien premiada en nuestras instituciones públicas y privadas. Abundan los casos donde el mediocre se encuentra ocupando cargos que bien podrían estar en manos de jóvenes talentosos, relegados a proseguir el escabroso camino de enviar hojas de vida y entrevistas que nunca surtirán efecto. Desde ese momento, se pierde el sentido de justicia laboral y se rompe el derecho de las personas a un trabajo acorde a sus competencias intelectuales.

Las cifras hablan por sí mismas: en Honduras, de cada diez egresados de la universidad, apenas uno ocupa una posición afín a su grado académico; cuatro se insertan en otras actividades y cinco están sin empleo. Para no sentirnos tan mal, en España, de 233 mil egresados apenas el 28 por ciento pudo colocarse en el año 2018.

A lo mejor, a falta de las consabidas oportunidades para los jóvenes egresados de las universidades, habría que recurrir a las juiciosas palabras del filósofo liberal Ludwig von Mises, cuando dicta en su “Acción Humana” que tendríamos que hacer a un lado el diploma y disponer de toda nuestra creatividad para ponerla al servicio del emprendimiento individual y en la búsqueda de mejores oportunidades en el mercado de bienes y servicios. Ahí seríamos más útiles.

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