La libertad de movilizarse Parte 1

ZV
/
19 de abril de 2020
/
12:38 am
Síguenos
  • La Tribuna Facebook
  • La Tribuna Instagram
  • La Tribuna Twitter
  • La Tribuna Youtube
  • La Tribuna Whatsapp
La libertad de movilizarse Parte 1

Por: Dagoberto Espinoza Murra

Lo he dicho en repetidas ocasiones que nací en el pequeño poblado de Soledad, departamento de El Paraíso y que parte de mi niñez transcurrió en un pueblo aún más pequeño: Liure. Ambos del mismo departamento. La temporada de Semana Santa se celebraba de manera sui generis en Liure. Los adultos jóvenes se aplicaban tile en su rostro y se hacían llamar judíos. Usando armas de madera detenían a los transeúntes y les aplicaban multas que tenían que ser pagadas en especies: mangos, jocotes o pequeñas cantidades de dinero.

Después de esta celebración bajo un ardiente sol, los niños presentábamos en el rostro lo que allá se conocía como “paño blanco” para lo cual “los entendidos” recomendaban agua amanecida de hoja de tomate. Hace unos años, mi esposa, (QEPD), dermatóloga me explicaba que eso era producto de asolearse exageradamente. Eso mismo me lo ha dicho mi hijo también dermatólogo.

Después de Semana Santa era obligatorio viajar a la ciudad de Choluteca para comprar en la tienda de don Herman Rubenstein, frente al viejo mercado, todo lo necesario para surtir el pequeño negocio de mi madre. En compañía de Foncho, hijo de doña Petrona, salíamos del pueblo al escuchar los primeros cantos de los gallos. Foncho montaba un macho viejo y de la tenedora de su montura llevaba atada la jáquima de la mula en la que se traería la carga de mercadería.

Mi hermano Randolfo, pareciendo un Quijote montaba un fl aco caballo blanco; y yo, por mi parte me lucía en un potro negro trotón. De esa manera subíamos la cuesta de La Golondrina sin que se cansaran las bestias y sin que nos diera mucho sol, como era la recomendación de mi madre. Muy temprano pasábamos por Orocuina y ya en la tienda de don Asisclo Osorto ya se despachaban bultos y se descargaban productos de canje. Continuamos el camino en dirección a la plazuela. Las bestias no daban señales de cansancio y por eso Foncho con una rama de nacascolo azotaba su macho para que aligeráramos el paso. Pasamos cerca de casas ya conocidas y así casi cerca de mediodía llegamos a la quebrada de Los Almendros, en una de cuyas orillas, una roca blanca nos servía de asiento. Las bestias eran apersogadas en árboles que estaban a la orilla de la quebrada.

Ahí los tres comenzábamos a comer con gran apetito el avío que se nos había preparado con gran cuidado nuestra trabajadora doméstica, Rufi na: tortilla de maíz amarillo, cuajada, huevos cocidos y frijoles. Ese manjar digno de la mesa de los más potentados de la región lo devorábamos con gran rapidez y, con palabras de Foncho, dando gracias al Creador por permitirnos esos alimentos. Mi madre le había pedido a Rufi na agregar un pedazo de dulce de rapadura, pues sabía que sus hijos eran amantes de ese sabor después de las comidas. Como de costumbre para esas caminatas siempre portábamos un calabazo, también llamado ceñido que conservaba la frescura del agua y así saciábamos la sed.

Foncho nos pidió que laváramos los mantillones que habíamos puesto en las cabalgaduras y que los colocáramos extendidos sobre piedras fi nas para que el sol los secara. Le obedecimos y ya en la tarde, esas piezas que eran como cobijas guatemaltecas y que dobladas servían como sudaderas de las bestias ya estaban secas. Foncho dijo que extendiéramos aquellos mantillones sobre la roca blanca donde habíamos comido, pues ahí dormiríamos los dos hermanos, utilizando las bolsas de la alforja como almohada y él se quedaría recostado en otra piedra.

Al llegar a la ciudad de Choluteca nos hospedamos en casa de don Pedrito Izaguirre, padre de Amparo, bella muchacha que siempre llegaba al pueblo y que bailaba de manera diferente a las de la localidad. Muy temprano, del día siguiente, Amparo nos preparó un buen desayuno y después de un tiempo prudencial nos dijo que ya para esa hora estaban abiertos los negocios donde queríamos comprar las cosas que le habíamos mencionado. La lista que nos había dado mi madre la encabezaba una resma de papel marca “La Viejita” para hacer cigarrillos de mano, carretones de hilo para usar en la máquina de coser, dos sacos de harina y así sucesivamente hasta terminar con unas cajas de Corn Flakes para mi deleite.

Don Herman, judío-alemán que vino al país antes de la Segunda Guerra Mundial, en plática con su hermano, en voz baja, señalando a los dos cipotes dijo, “que eran muy vivos y qué lástima que no tuvieran otro medio para desenvolverse en los negocios”. Todavía recuerdo la mirada inteligente de los ojos azules de don Herman que me llenaron de orgullo. Años después se lo conté a mi hermano, y él que había leído un librito de G. Politzer, con ideas socialistas, me dijo que más valía que hubiéramos crecido en el ambiente de pobreza en que nos tocó vivir, para conocer la dura realidad de este mundo.

Más de Columnistas
Lo Más Visto