La libertad de movilizarse Parte 2

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26 de abril de 2020
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12:51 am
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La libertad de movilizarse Parte 2

Por: Dagoberto Espinoza Murra

Retornamos a casa de Pedrito con dos cajas repletas de producto que servirían para movilizar el negocio de mi madre.

El anfitrión nos dijo que podíamos quedarnos con toda confi anza en su casa y que muy temprano por la mañana tomar camino para Orocuina para evitar el sol de los Llanos de Precepalma y, de ser posible alargar el viaje hasta Liure.

Mi hermano bajo un árbol del solar del anfi trión platicaba alegremente con Amparo y después me dijo que podíamos quedarnos por más tiempo en Choluteca a lo que yo le dije que si él quería, que lo hiciera, pero que yo me regresaría con Foncho porque esos productos le urgían a mi madre. A esa edad yo desconocía las punzadas que una sonrisa femenina produce en el corazón de un adolescente.

Al día siguiente los tres partimos en fila cruzando el bello puente colgante de Choluteca y en dirección a Orocuina pasamos por el Gualiqueme y otra hacienda que estaba en su cercanía, propiedad del general Williams Calderón. A buen paso logramos llegar nuevamente a la quebrada Los Almendros y después continuar el camino en dirección a Orocuina.

Como las bestias ya iban cansadas, nos detuvimos en el “Paso de la Manzanilla”. Allí saciaron su sed y luego continuamos el camino previsto. En una loma había una casa de adobes y Foncho nos dijo: “Esa es propiedad de la viuda”. Una elegante dama que montaba una briosa mula y se desplazaba por las que decían los vecinos eran sus propiedades. El sol no aplacaba sus rayos y Foncho temeroso de que nos cogiera la noche antes de llegar a Orocuina, nos pidió que continuáramos. En la plazuela nos detuvimos y pedimos agua fresca a doña Carmela, dama servicial que prestaba auxilio a los caminantes. Bajo el ardiente sol decía que podíamos descansar bajo un árbol de su propiedad y, si llovía, podíamos guarecernos en uno de sus corredores. Cuando le dijimos que íbamos hasta Liure, ella nos aconsejó ir despacio para que el sol no nos diera en la espalda subiendo el cerro de La Golondrina. Así lo hicimos, Foncho tomó agua fresca de un cántaro y lo depositó en el calabazo. Ya comenzaba a oscurecer cuando pasamos por Orocuina y lentamente proseguimos el camino sin tener ningún percance en la subida del cerro, cuyo camino pedregoso detenía el paso de las bestias.

Seguimos la cuesta sin problema. Desde la cumbre del cerro La Golondrina se miraban unas lucecitas en el pueblo de Liure, porque en aquellos años la gente se iluminaba con candiles o focos de mano de batería.

Cuando llegamos a la casa, nuestros padres, ansiosos nos dieron la bienvenida. Foncho les dijo que nos habíamos portado muy bien y que ya éramos unos “hombrecitos” en el manejo de las cargas de las mulas.

Ahora, ya siendo un abuelo, encerrado en mi casa para cumplir obedientemente con la cuarentena, me vienen recuerdos de la niñez en que me desplazaba por las calles del pueblo; saltaba el cerco del solar de la casa y me ponía a nadar en la poza del Carao. Otras veces, montando mi potro negro me desplazaba por aldeas y caseríos haciendo mandados de mi madre. Eran tiempos de amplia libertad y de movilidad por doquier.

Ahora, con una fractura de mi brazo derecho me siento limitado en muchas de las actividades propias de una persona de mi edad, y aunque gozo del cuidado de mis hijos, siempre deseo volver a tener la libertad de aquellos años infantiles.

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