Necrológica: Canelas Díaz, historiador y hombre de fe

ZV
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9 de mayo de 2020
/
12:14 am
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Necrológica: Canelas Díaz, historiador y hombre de fe

Conocí a Antonio Canelas Díaz, en 1967. Aquí, en Tegucigalpa. Estudiaba derecho en la UNAH y formaba parte del grupo de Alfredo Landaverde, Carlos Martínez (Chiquimula), Fernando Montes, Morán, Antonio Escobar, el “chero” Rojas y Carlos Montoya. Giraban, inquietos y soñadores, alrededor del padre Fisher en la llamada “Gatera”, en donde algunos residían, otros estudiaban.

O simplemente, usaban como punto de reunión. De aquellos primeros encuentros, tengo presente la narración de un viaje a Europa – nunca supe si fue verdad – en el que le toco pasar bajo el muro de Berlín para efectuar acciones subversivas tras la cortina de hierro.

Cuando le oí, me pareció su historia cargada de mucha fantasía y solo, el gozo de verlo entusiasmado creyendo que le creíamos quienes le escuchábamos, me hizo no cuestionarle y ponerle en duda una aventura que era mas propia de Fleming, el novelista ingles inventor del agente 007, que de un estudiante hondureño que había sido enviado, durante la guerra fría, a cursar algún breve entrenamiento en la Alemania Federal.

Un año después, nos encontramos en Choluteca. Llegó con el fin de hacerse sacerdote, en lo que era evidente, una vocación tardía. Junto con Héctor Midence que con motivación parecida, los instalaron en el Centro de Capacitación La Colmena, entonces ubicada en las afueras de la ciudad de Choluteca.

En ese mismo lugar residía, en mi condición de subdirector del centro de capacitación, dirigido por el sacerdote canadiense Juan Pablo Guillet. Nos hicimos buenos amigos y formamos un sólido grupo que salíamos a pasear a la ciudad, integrado por el, Rosendo Chávez, Héctor Midence, Nora Midence y yo.

En una oportunidad en que manejando, camino al obispado, entre a contra vía en el único espacio – una pequeña cuadra – en las cercanías del mercado San Antonio y un policía me detuvo. Sin explicaciones, me ordenó que le entregara las llaves de Jeep de la segunda guerra mundial que manejaba.

Toño, enérgico, me ordenó que no lo hiciera, porque el automóvil era propiedad privada y no podía se requisado por un policía.

Este se amedrento; pero haciendo uso de los restos de la maltrecha autoridad que le quedaba, se enfrento con Canelas Díaz. La discusión subió de tono y entonces intervine, en el animo de hacer que el pobre policía no perdiera todo el honor del cargo.

Aliviado, me volvió a ver y me dijo: “con usted si se puede hablar. Váyase y no lo vuelva a hacer”. Cuando arranque Toño iba eufórico: había probado sus tesis jurídicas aprendidas en la UNAH. Y enfrentado con éxito a la autoridad, a la que sentía que no debía someterse.

En el 14 julio de 1969, por la noche, durante la guerra con El Salvador, le salio el “olanchano”. Se fue para el Obispado y solo lo vi, al día siguiente circulando en la paila de un pick-up, portando una amenazante y vieja escopeta, con la cara seria, en disposición de combate.

Nunca voy a olvidar al pacífico hermano en Cristo, en disposición de matar a otro cristiano, sin que me constara siquiera que el arma que portaba tuviera proyectiles. Nunca me atreví a preguntárselo; ni siquiera en broma. Era un olanchano que, no le gustaba que le pusieran en duda su valor.

Cuando descubrió que no tenía personalidad para sacerdote, dejó la ciudad. Y se instaló en La Ceiba, en donde fue Secretario de la Gobernación Política. Gracias a ese cargo pudo escribir una obra histórica valiosa que, aunque por momentos controversiales por apasionada, constituye un hito fundamental para que las generaciones del pasado, conozcan la historia de su ciudad.

Algunas muy sobrias, sobre la fundación de la Parroquia de Ceiba, otras muy minuciosas y documentadas sobre los cónsules acreditados en lo que era la ciudad más dinámica del país, y otras muy polémicas por los planteamientos en que basaba el supuesto auge y destrucción de la Ceiba, que a la fecha no es tal.

Su muerte ocurrida un día antes de la cuarentena, nos sobrecogió a sus amigos que, siempre le recordaremos, jovial, alegre y simpático, con la anécdota lista para ilustrar conversaciones que siempre fueron inolvidables. Y con la palabra “perinclita” usada para referirse, con admiración y cariño, a mi novia de entonces.

Impotentes, ante su muerte; e incapacitados de acompañarle en ese momento que, el siempre creyó que estaríamos a su lado, detengo una lagrima que quiere desobedientemente, cubrirme las pupilas.

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