MADRECITAS MILAGROSAS

ZV
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10 de mayo de 2020
/
12:19 am
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MADRECITAS MILAGROSAS

MUCHOS hondureños poseen deudas impagables con las madres que los trajeron a la vida en un país en donde casi nada es fácil. Por la desarticulación gradual de los hogares en una sociedad de hombres pobres y desempleados, las madres y abuelas llevan la carga principal en la crianza de los niños más pequeños, enfrentando toda clase de adversidades económicas y morales tanto para el sostenimiento de los recién nacidos como en el desarrollo biológico posterior y durante la educación primaria de los preadolescentes. La educación secundaria, por regla general, los mismos adolescentes tienen que ingeniárselas para salir adelante, aun cuando muchos se quedan laborando en la agricultura o buscan el camino peligroso de la migración.

De alguna manera sociedades como la nuestra, siguen siendo matriarcales, cuyas figuras centrales son las abuelas, que se hacen cargo de sus hijos y de sus nietos. Y a veces inclusive de sus sobrinos. En tanto que las madres jóvenes salen a faenar ya sea en las cosechas estacionarias de café; en actividades domésticas; en micronegocios ambulantes. O trabajan, cuando hay oportunidad, en las maquilas, principalmente de la región norte. También lavan y planchan ropa ajena. En todo caso se las ingenian para sostener a sus pequeños hijos y responderles a las abuelas (incluyendo a los abuelos varones) que se quedan en las casas cuidando a los nietos y demás pequeños.

Algunas madres son “milusos” en este proceso de sobrevivencia típica de los países pobres y atrasados como Honduras. Esa sobrevivencia diaria se torna más evidente en las barriadas de las ciudades populosas, en donde las madres y las niñas tienen que caminar grandes distancias para conseguir unas cubetas de agua dulce, a fin de cocinar los alimentos y medio lavarse las manos. Algunas hondureñitas, en sus romances comprensibles, quedan embarazadas a temprana edad, con novios que se dan a la fuga cuando ven a las muchachas en estado de gravidez. En tales circunstancias las jovencitas tratan de disimular los embarazos frente a sus parientes y conocidos, y finalmente llegan de emergencia, en el peor de los casos, a dar luz en los pasillos o en las gradas de los hospitales públicos.

Las mujeres pobres de Honduras, cargadas de varios niños, tienden a envejecer prematuramente, perdiendo sus encantos naturales y su fortaleza física. Por eso los hombres descorazonados las desprecian y las abandonan. Sin embargo, ellas siguen luchando denodadamente, muy por encima de sus capacidades para llevar la leche, los frijoles y las tortillas a la mesa de sus vástagos y de sus demás parientes. De tal suerte que la palabra mexicana “milusos”, es muy apropiada para aplicarla al modo de vida de varias catrachas que trabajan, en forma extenuante, con el fin inmediato de sobrevivir cada día.

Estas madres hondureñas son milagrosas. Los mismos hijos, cuando crecen, no logran explicarse cómo han hecho sus madres y abuelas para evitar morir de hambre con toda la familia, incluyendo a los ancianos. Es más, cuando tienen maridos en sus casas o en sus chozas, logran sortear las penalidades derivadas del alcoholismo endémico, buscando la manera de hacer rendir los pocos centavos que los irresponsables hombres asignan para sus hogares. Aunque hay varias excepciones de la regla, que tampoco se pueden negar.

La verdad es que vale la pena hacer un reconocimiento a las heroínas del hogar, sobre todo en estos momentos en que una peste universal ha atacado o paralizado a la sociedad entera, recluyendo a la gente o cerrando múltiples negocios para neutralizar un poco la contaminación o los efectos negativos de esta nueva calamidad. Ahora el esfuerzo de sobrevivencia es mayor que en tiempos normales. Las madres, y los hombres de buena voluntad, tienen que ingeniárselas para conseguir el alimento de cada día.

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