El ardor de las heridas

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18 de mayo de 2020
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12:02 am
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El ardor de las heridas

Por: Hernán Antonio Bermúdez

“Las aristas imperfectas nos recuerdan/ el ardor de las heridas”. (P. 17).
“El secreto del poeta es una maestría técnica sobre las palabras”.
Robert Graves

Uno de los poemas de Una canción lejana, nuevo libro de Samuel Trigueros, lleva por título “Adiós a todo eso”, que es como Robert Graves tituló su autobiografía precoz: “Goodbye to All That”. Se trata de uno de los autorretratos más desinhibidos de la literatura inglesa del siglo XX (además de singular testimonio sobre la Primera Guerra Mundial.

Hace bien Trigueros en invocar a Graves, pues ambos son poetas iconoclastas de agudo ingenio que rechazan por igual la muerte en vida de una existencia provinciana y estrecha, y son a la vez escépticos frente al status quo.

En Una canción lejana las percepciones críticas del autor desembocan en una especie de furia imaginativa, semejante a la desplegada en Exhumaciones (2014), su poemario anterior, aunque ahora esa expresividad adquiere una dicción poética más depurada.

Aquí los poemas suelen poseer una textura verbal que se transmuta en el inventario de un paisaje del todo visible:

Para quienes la ven en la distancia/ la colina es solo una silueta/ recortada en lo dorado o la negrura,/ un producto de las eras geológicas/ o de la vida imaginada. (P. 26).

El ardor de las heridas

Trigueros ve el mundo, como no podía ser de otra manera, a través de sus propios términos creativos y sabe que, como dice Paul Celan, “la realidad no está simplemente allí, hay que ir tras ella y atraparla”.

La intensidad lírica de la poesía se puede medir por la destreza con que logra aproximar entre sí fenómenos escindidos o bien distinguir al interior de aquello que parecía compacto e indescifrable:

En el principio estaba nuestro fin./ La inexistencia florece junto a la nostalgia/ como una mala hierba/ de ambos mundos. (P. 27).

Así, en Una canción lejana el pasado permanece vivo y las cicatrices de la memoria convergen o cohabitan alrededor de esa inevitable colina, diríase dotada de fuerza magnética (como en la Antología de Spoon River): La colina es enorme y nos aplasta./ Como una amante tirana nos abraza. (P. 32).

Al final se encuentra la colina,/ iluminada por los fuegos fatuos. (P. 38).

En el libro resuenan los matices, las analogías múltiples, las ambigüedades y una fertilización orgánica de vocablos y construcciones verbales. Pero junto a la frescura que provee el poeta con el lenguaje, en el que resplandece la invención verbal y la expresión imaginativa, con poemas tan admirables como “Apóstoles”, “Réquiem” y “Ramo”, está el obsesivo peso de la muerte y sus efluvios.

Ello hace que el poemario se pueble de “escarabajos”, “larvas”, el bullir de los gusanos (P. 26), el zumbido de los moscardones (P. 35), de “gases intestinos”, de líquidos y gases catabolizados (P. 46), hasta llegar a la presencia ominosa de las ratas que roerán las cuerdas de mis arcos. (P. 63).

El poeta no cesa de señalar la evidencia exasperada de que toda pasión,/ todo vano deseo,/ todo afán sin consecuencia,/ se disuelve en el paisaje. (P. 20).

En definitiva, Samuel Trigueros acierta con la precisión en la escogencia del léxico y en la estructura equilibrada de los poemas, resultado de las interacciones críticas llevadas a cabo durante el proceso de creación literaria. Solo sorprenden líneas (en contravía) como “el bingo de las circunstancias”, “tachonada de pétalos que besa el viento” o “de rama en rama lanzo mis Voyager”. Pero son contadas excepciones. De manera abrumadora “la gracia prevalece”, o como se afirma al final del texto dedicado a Robert Graves: “hubo poesía”.

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