La pasión por la verdad de un civil ingeniero

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22 de mayo de 2020
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12:29 am
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La pasión por la verdad de un civil ingeniero

¿Vuelven los oscuros malandrines del 80?

Por: Óscar Armando Valladares

Modelo de honradez y rebeldía fue -con creces- la familia Díaz Chávez, a partir del tronco paterno y su florecimiento en la camada filial.

Don Rafael, “personalidad política de enorme calidad humana”, activó en el liberalismo en noches marcadas por la sangrienta guerra de 1924, injerencias imperiales, imposiciones de las compañías bananeras, montoneras y el caudillismo emergente del general Carías. En tal estado de cosas, ocupó la vicepresidencia en la administración del doctor Vicente Mejía Colindres (1929-1933), para enseguida entronizarse el régimen precursor de los 16 años. En entrevista fechada el 15 de agosto de 1933, el ingeniero Díaz Chávez dijo en el diario guatemalteco El imparcial: “…El primero de los derechos es vivir, y para los pueblos el de ser soberanos. Por eso estoy inconforme con que casi se haya entregado el país a compañías extranjeras de las que necesitamos, pero no a costa de nuestra propia existencia”.

En El Salvador habíase casado con la ciudadana Guadalupe Rodríguez Arce, descendiente de Manuel José Arce, primer presidente de la República Federal de Centro América y, a los años, ofensor acérrimo de Morazán. De la unión conyugal advinieron varios hijos, cuatro de ellos varones: Rafael, Luis, Roberto y Filánder, arquitecto, licenciado en leyes e ingeniero los tres últimos.

Luis, quien hizo de México su segundo lar, incursionó con breve paso en la narrativa. Casa de las Américas (Cuba), galardonó su libro de cuentos “Pescador sin fortuna” (1961). En la capital azteca, reverdecimos nuestra amistad y aprecié una vez más sus cualidades de meditador lógico y dialogante convincente. Sus cenizas reposan en el DF desde 1993.

Memoro de Roberto su estadía en El Cronista, sus discusiones políticas y amorosas, sus ratos vitriólicos y alegres ocurrencias, los momentos de incómodas penurias que sorteaba de algún modo. Accedió a la docencia en la UNAH -en tiempos del común amigo Jorge Bonilla, el popular “Bolitas”-, primero en la Ciudad Universitaria, luego en el CURLA de San Pedro Sula, que dirigía Aníbal Delgado Fiallos. En la cálida ciudad, solía visitarme en el “Gran Hotel Sula”, donde temporaba.

Allí hablábamos o, por mejor decir, filosofábamos sobre achaques políticos, entre tandas cerveceras, a veces en compañía de Dagoberto Sandoval, cercano condiscípulo. Conservo de Roberto un tratado filosófico por donación “entre vivos”.

Más extensa y constante fue la camaradería con Filánder, cuyos amigos de menor edad le decíamos “ingeniero” y le asignábamos el trato de “usted”, incluso en las tardeadas asaz espirituosas. Con admirable disciplina -con “pasión”, decía él- dio a Honduras un puñado de obras de obligado rigor expositivo, entre otros títulos: Las raíces del hambre, Del fondo de los espacios libres, La revolución morazanista, Hacia una dialéctica del subdesarrollo (“ayudado material y críticamente” por su hermano Luis), Sociología de la desintegración regional, El soplo… en la frente (o los diez capítulos que se le “olvidaron” a Kissinger) y Pobre Morazán pobre.

Muy antes del coronavirus, en casa de Salomé Castellanos pusimos en el tapete la figura “del ingeniero”, al calor de anécdotas y pasajes -inéditos algunos- como los que echaron al vuelo Rodil Rivera, Alba Rosa Suárez y su amigo y colega Héctor Santos Delgado. Tarde aquella que, con las atenciones de la anfitriona y de su hijo Plutarco, se habló de encierros y destierros, del carácter -en ocasiones terco y duro del amigo-, de sus enfrentamientos cuerpo a cuerpo, de su formación marxista, de sus fundadas desconfianzas, de su rebeldía morazanista, de sus correrías sentimentales…

De los años compartidos, justiprecio la estima del maestro Díaz Chávez, de Margot, su esposa, y de sus descendientes. Guardo y vuelvo a sus libros -recibidos y suscritos con amables dedicatorias- y a los folletos que puso en mis manos en busca de un juicio crítico. Releo el prólogo que a su solicitud escribí para el libro con el cual refuta las descalificaciones a la moral del unionista centroamericano, urdidas por el estadounidense William J. Grifith. Valoro sus estudios en derredor de Morazán y la revolución que el héroe propugnó en Costa Rica; estudio que no solo me ha servido a título personal, sino que -cual era su propósito- es y ha sido leído “por jóvenes no envejecidos”. Aunque no lo parece, el suyo sigue siendo un “potente grito” para quienes comparten los vientos nunca amainados del cambio social.

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