Nacer, morir, renacer

MA
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28 de mayo de 2020
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12:12 am
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Nacer, morir, renacer

Estelas del saqueo en las Ruinas de Copán

Óscar Armando Valladares

A tres años arribó (ayer miércoles 27) el fallecimiento de Rafael Rivera, con quien disfrutamos -a lo Thomas Macaulay- de las flores de la primavera y de los frutos del otoño; de afinidades literarias, de anhelos políticos por mejores tiempos y hasta de errores y pecados veniales. Estrecha fue aquella camaradería, de recíproco respeto y condescendencia. Ni envidias, egoísmos e hipocresías turbaron el itinerario. Contrariamente, la gratitud, la generosidad y el gesto solidario dieron, a menudo, ganancias saludables.

A la muerte, en México, de Luis Díaz Chávez, Rafael removió cielo y tierra para que Filánder pudiera estar en las exequias de su hermano. Reíamos en rondas de amigos, cuando el ingeniero Díaz le sobreponía al amigo el apellido Carrera, en alusión al adversario indígena de Morazán; broma que Rafael devolvía, con una de las suyas, al autor del libro “Del fundo (no fondo) de los espacios libres”.

En este tercer año, opto por recordarlo ojeando y compartiendo trozos poemáticos de su obra inédita Piedra Loba, instantáneas concernidas a los tres tiempos de su tiempo existencial, el último de los cuales -el futuro- entreveía corto y de inminente llegada.

Constantes y reiterativos, el amor, la muerte, la soledad se entraman -o entre aman- en el escrito, como suelen los poetas asumirlo: el primero, voluble, pasional, incomprendido; la “pelona”, pensada, temida, deseada, padecida; los momentos a solas, hadados a sufrir, pensar, acogerse al silencio. “De aquellos dos que en breve fuimos, ¿qué habrá de perdurar? ¿Acaso algo completo, íntegro, entero, único, para amar, para dibujarte, para adorar, para arder con la flora y flama del cuerpo? Días aquellos, irrepetibles lunas, sin nadie más que nos-dos, para crear de nuevo el aire, la fontana, el fuego, ah, y un colibrí”. “En tu alto nombre el agua, contenida dársena, almeja, sexo. Tu sangre que percibe el deseo torrencial que apasiona, se agolpa, pega, tumba, desholla vehemente… Mujer, escruta mis pupilas tu azul pupila de agua: oh, la inmensurable lúbrica, ah, la insatisfecha vena”.

“En la ciudad, vive una mujer que muere sin mí y yo amo… ¿Muere, la pobre moribunda, o vive de esa muerte? Y estamos solos, como una muerta, ella en la postal, y existo, por ella, yo”.
En espera, como en un sueño invernal, se halla esta “Loba” -ruda loba del aullido de la carne y lo duro de la ausencia- en pos de ir a la calle a lomo de un libro impreso, que con Berta y sus dos cachorros hemos querido producir en homenaje al esposo y padre. ¡Llegará la ocasión!

Y puesto que de su sol hogareño hablamos, dejemos que el poeta cuente enternecido su trajín rutinario: “Me salgo de tus sábanas a esta hora de la mañana, cuando puedan verse aún en mi retina los graznidos de un pato que los mantuvo abiertos por el simple movimiento de su torpe trasero. Me baño, cierro el grifo por donde no ha dejado de chorrear la noche, toda la noche, y el sol comienza a gotear sobre el asbesto cuando salgo.
Hoy conté menos pasos de mi casa a la estación de buses -es tarde-… Corro, llego al aula donde cuelgo tu piel de amazona, que late en no sé qué filme, donde Alberti de dos años ejecuta el hueso triste de una flauta abandonada, porque tú me has negado la flora que revienta en tus labios, tu brazo de sol en pleno invierno y hasta el beso que protege de las cuatro estaciones.

Regreso a casa al mediodía al escándalo de mis hijos, a la sopa de olla. Temo antes de almorzar que el pato vuelva a desvelarme, y lo devoro con glotonería feudal y dejo como testimonio un plumero sobre la mesa.
Es tarde. El sol se ha puesto gorro y calcetines, a esta hora es urgente saber en qué tortuga Eduardo ha derramado su tinta, Antonio hace fermentar el viento y Dagoberto se roba la guitarra… Quiero a esta mujer con sus celos de leona enjaulada. Apagamos las luces para que contemplemos juntos el ocaso de sangre, la caída de la bestia, la guerra prometida”.

¡Salve, poeta Rafael! Desde la ribera del recuerdo y de tu runruneante apellido avivamos tu imagen, tu conducta buena, tu aire jovial. En París -la Lutecia de Darío- tu joven cosecha filial fructifica y crece abonada por tu sangre, amparada por tus sueños. Nacer, morir, renacer, tal era tu divisa.

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