DOS DAGOS Y UNA AURORA

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27 de junio de 2020
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12:16 am
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DOS DAGOS Y UNA AURORA

DOS DAGOS Y UNA AURORA

DOS DAGOS Y UNA AURORA, Por: Dagoberto Espinoza Figueroa

Tuve la dicha y fortuna de formarme en la UNAH con excelentes docentes. Médicos de mucho prestigio y renombre nacional e internacional. Muchos de ellos además de ser grandes figuras en sus ramas de especialidad tenían una gran vocación docente y gran calidad humana. Tuve la suerte de haber estado en la UNAH antes de la masificación de la educación superior y de esa manera las clases eran casi tutoriales donde el docente nos conocía por nombre y nos guiaba paso a paso durante la carrera y los compañeros nos conocíamos todos. En nuestro año de internado nos tocó batallar con la epidemia del cólera que azotó al país de forma brusca y nos agarró desprevenidos y no preparados, similar a la actual pandemia.

Nada como una tragedia familiar para replantarle los pies a uno en la tierra, no digamos un sinnúmero de tragedias en medio de una pandemia. Es de muchos conocidos la muerte de mi madre VIRGINIA FIGUEROA GIRÓN (el DE ESPINOZA se lo quitó hace más de 20 años cuando comenzó el movimiento feminista y de enfoque de género, una vez le hice la broma a mi papá que algo había hecho él …no le causó gracia y no repetí la broma). No tenemos una fecha exacta de cuándo comenzó la enfermedad de mi mamá. Hace 2 años mi padre sufrió un fuerte evento cerebro vascular (derrame). Esto dejó a una de las más grandes mentes de la literatura, medicina y política atrapada en un cuerpo que ya no era el mismo y le limitaba, ya solo quedaban las anécdotas de como camino descalzo desde Soledad hasta Orocuina para no dañar sus caites o de como caminaba kilómetros interminables bajo la nieve mientras estudiaba en Alemania y de cómo nos dejaba atrás a personas más jóvenes mientras recorríamos su propiedad en Siguatepeque.

La guerra de mi madre con el cáncer comenzó en 1989 cuando ganó la batalla contra el cáncer de mama, hace 3 años derrotó al cáncer de tiroides, pero en esta última épica batalla lo dio todo contra el linfoma más agresivo posible. En números ganó 2/3 batallas, pero perdió la guerra. Esto lo aprendí de la vida, no de la facultad.

En este último caso ella se había dedicado casi en exclusiva a cuidar de mi padre. Se encargaba de sus comidas, higiene, medicamentos, examen, consultas médicas, etc. Su vida giraba alrededor de la salud física y mental de su esposo. Incluso al tener el diagnóstico de linfoma su primera preocupación era quién cuidaría de él al faltar ella. Este tipo de amor no se menciona en las aulas. Siempre se olvida de cuidar al cuidador del enfermo. Es durante este tiempo que comenzó a perder peso. Más de 20 libras en un período de 2 años, de forma involuntaria. Lo adjudicamos al estrés de los cuidados de mi padre y un medicamento que le había indicado el endocrinólogo para una glicemia anormal. No aprendí en la facultad que algo que sí me enseñaron lo racionalizaría.

Una vez que ya comenzamos a indagar más y hacer más estudios vimos que el panorama no era tan sencillo. Algo que sí aprendí es que en Honduras uno nunca debe enfermarse en Navidad. Por suerte colegas recién conocidos (el Oncólogo Dr. Alvarado le realizó la biopsia médula ósea el 30 de diciembre) y el Radiólogo Intervencionista Carlos Rivera (un amigo mío desde la infancia pero que demostró el cariño a mi madre le realizó una biopsia de ganglios retroperitoneales que resultó infructuosa aquí y en EE. UU. al repetirla). Aprendí de mi amigo Said Kafati (radiólogo oncólogo) que cuando uno le dice a un colega que ocupa algo para la madre la respuesta debe ser siempre “no te preocupes, tráela en cualquier momento”.

Se tomó la dura decisión aprovechar un seguro médico internacional para continuar estudios y llevar a cabo el carísimo tratamiento en Estados Unidos. Eso implicaría dejar a su pareja de medio siglo en Honduras. No aprendí en las presentaciones con acetatos que las separaciones serían tan duras y difíciles y que dar ese paso hacia el extranjero sería una decisión marcada con lágrimas escondidas. La enfermedad avanzó como cualquier sombra que encuentra una luz. La luz es básica para crear la sombra, pero esta busca abrazar y apagar la luz que la creó. Pronto pasó de ser una paciente ambulatoria a ser hospitalizada. Pasó rápido de salas comunes, a cuidados intermedios a cuidados intensivos donde pasó su último momento. En este hospital aprendí que el trato amable comienza con el vigilante. Cualquier empleado que nos veía perdidos nos preguntaba cómo estábamos y si ocupábamos una orientación nos guiaban con amabilidad. No sé qué cara tenía yo en un elevador que una enfermera me preguntó qué cómo me sentía y que si podía hacer algo para ayudarme. Le dije que solo era un día difícil. Se disculpó por no poder hacer nada para hacerme sentir mejor. Al agradecerle sus palabras se extrañó “no pierdo nada en desearle un buen día y que todo mejore para usted y su familia”, se despidió con una amable sonrisa. El día no mejoró.

En este hospital aprendí la palabra CENTINELA. Nos turnábamos para dormir en un sofá plegable y estar pendiente de que nuestra madre y abuela no se sintiera sola, sino de alimentarla, llevarla al baño mientras ella podía. Pasábamos 48 horas en el hospital para luego ser relevados x 1 noche y seguir. Un enfermero se me acercó y me dijo que apreciaba que estuviéramos allí. Dijo éramos sus centinelas que vigilábamos a nuestro familiar y que no dudáramos de informales cualquier cambio o evacuar cualquier duda a la hora que fuese. Dijo nuestra presencia le indicaba lo importante que era ella para nosotros y le hacía sentir el deseo de redoblar sus esfuerzos en atenderla. Conocí las salas de cuidados intensivos abiertas, donde familias enteras acompañaban a su familiar enfermo. Durante las pasadas de visita o mientras hacían sus procedimientos eran cuidadosos de pedirnos permiso y se adaptaban a nuestra invasión del reducido espacio, no recuerdo en ningún momento me pidieran salirme, excepto para procedimientos que requirieran más espacio. En nuestros hospitales por décadas aprendí que la visita siempre había que sacarla al momento de pasar visita. Se les ve durmiendo en el piso o las gradas. Aprendí que a la visita se le deba dar un sitio digno donde dormir, darle una sábana y una almohada y que tengan baños limpios, privados donde puedan hacer sus necesidades como todo ser humano.

Aprendí que mi sobrina Antonelli (Toni para mí) ya creció y es una mujer. Claro que cronológicamente lo sabía, pero aprendí que sin ser médico aprendió los parámetros de un ventilador mecánico mejor que yo lo hice en mis rotaciones de medicina interna. Aprendí cómo se debe lidiar con la burocracia hospitalaria (en todos lados la hay). A ella le tocó la parte más difícil, casi todas las noches las paso al lado de su abuela (más una madre en realidad). Cuando ya se tuvo que tomar la decisión de desconectarla del ventilador mecánico (basados en sus deseos de como morir) nos atacó la pandemia. Se prohibieron los permisos para entrar al hospital a toda la familia menos 1. Anto se quedó al pie de la cama, se le informaron los parámetros del monitor que indicarían el pronto deceso de mi madre y de esa manera ella nos informaría ya que solo bajo esas circunstancias se nos permitiera entrar al hospital para acompañarla en su último respiro, mi papá y yo esperábamos en la habitación de probablemente el hotel más sucio de USA, pero a 3 minutos del hospital. Almohadas impregnadas de nicotina y una alfombra que solo el sucio la mantenía pegada al piso. Demasiada presión para alguien que recién comienza la adultez, ella lo afronto con lágrimas, pero sin bajar la mirada, hombros arriba, sin titubear, tal como la abuela se lo había inculcado desde pequeña. Se sintió mal porque su pronóstico para alertarnos fallo por unos minutos, en realidad fue certero, pero la excesiva burocracia y seguridad para que pudiéramos entrar nos robó de ese último adiós.

No hay nada más romántico que la última mirada entre dos enamorados y ese fue mi objetivo en la última visita a mi madre con mi papá. Habían estado quitándole la sedación para determinar si podía respirar sola. Ella ya no pudo y la iban a sedar hasta que se tomara la decisión familiar de desconectarla definitivamente. Debido al reforzamiento en la seguridad del hospital por la pandemia (no me dirijo a ese virus por su nombre) llegamos justo a tiempo para que mi padre intercambiara la última mirada consciente entre ambos, ya después ella estaría sedada hasta el final. Logramos llegar a tiempo, no pude quitarle la mochila, sino que le logre vestir con la indumentaria requerida para ingresar a la habitación, le acomode la mascarilla, lo intente peinar y lo logramos. Fue como ver 2 escolares cruzarse miradas a escondidas del maestro. Luego el sedante hizo efecto y su mirada se apagó. En memoria mi papá solo lo había visto llorar unas 3 ocasiones en mi vida, esta fue la peor. En todo sentido. Se le opacaron los lentes por la mascarilla. Yo estaba fuera de la habitación y no lo vi tropezarse, pero lo vi caer en cámara lenta. No sé cómo, pero salte casi 3 metros de un solo, llegue tarde. Él estaba en el piso. Al intentar levantarlo me di cuenta del daño, el humero derecho crepitaba. No aprendí en las aulas que las tragedias vienen juntas, una tras otra. El equipo de cuidados intensivos se congeló por unos segundos y luego comenzaron a movilizar personal de auxilio. Yo solo serví para consolarlo. Aprendí que para ellos 17 minutos para que llegaran los paramédicos a rescatarlo, inmovilizarlo y trasladarlo a la sala en emergencias era mucho tiempo. También aprendí que las salas de cuidados intensivos en ese hospital miden su desempeño en meses sin caídas de pacientes, técnicamente mi papá no desbarato su récord.

Tocó acompañarlo en la emergencia. Allí aprendí que la emergencia en esos lugares es, para citar a la enfermera que nos atendió “para poner una curita” y resolver en otro sitio. Esa curita demoró casi 8 horas. Aprendí que el dolor solo se puede explicar hasta que se conoce. En medio de dolor emocional se acompañó el terrible dolor de una fractura sostenida por una férula de fibra de vidrio y vendaje elástico, más adelante le colocaron una ortesis de humero, o lo operaron. También aprendí que los analgésicos más potentes no calman por completo ese dolor y que además dan como efecto pesadillas y alucinaciones. Algo que se aprende en clase, no se comprende hasta que se convive con ello en las peores de las circunstancias.

Aprendí que para que una familia se desprenda de un ser querido, el hospital en 1er lugar debe asegurarle que no sufrirá. No solo es de desconectarlos hasta que cesen las funciones vitales. El proceso fue muy delicado y lo vigilaban constantemente, asegurándose que aún en ese estado terminal no hubiera dolor en la transición, que no pasara por estrés. Les dijimos que iríamos a almorzar y que por favor nos avisaran de cambios. El personal de cuidados intensivos nos había preparado una bandeja de comida y bebida para que estuviéramos tranquilos en el salón de familiares de pacientes cuidados intensivos. Aprendí que el dolor del familiar también es importante.

Lo que tenía que pasar paso. Ella vivió su vida bajo sus términos y decidió su muerte de igual manera. Al desconectarla le habían dado un par de horas de vida. Aprendí que el hábito de caminar 10 kilómetros diarios por los últimos 20 años le dio un corazón de guerrera. “ella se ira cuando ella decida, no porque aquí se lo digan, no será hoy, será mañana”, les dije a mi familia. Así fue. Anto nos estaba convocando a las 3 am para el desenlace que temíamos y esperábamos.

La pandemia no nos dio tregua. El día que se inició la cuarentena con cierre de fronteras, Quedamos atrapados en USA. Allí tuve la oportunidad de conocer a 2 personas. En realidad, ya les conocía, pero aprendí su valor en esos días de crisis. La primera es mi hermana mayor Marta Estela. Por razones laborales ella salió de Honduras hace 30 años y hemos tenido contacto esporádico, pero constante, ahora con la tecnología mucho más. Aprendí que para apoyar a nuestra madre se desprendió de todo. Hizo a un lado su trabajo y se dedicó a darle fuerzas en momentos de flaqueza, a hacerla sonreír y apreciar y añorar la ilusión de sanarse. Me enseñó a hacer avena con leche de semillas de marañón casera. Parece algo superficial, pero en esos momentos hablamos, nos reímos y lloramos juntos, la catarsis perfecta, no lo aprendí en mis clases de psiquiatría. Nos atendió como que fuera una visita de vacaciones de verano. Nos abrió su hogar. Aprendí del Dr. Américo Reyes (psiquiatra) el valor de la amistad al amigo y maestro. Él estaba de viaje en la misma ciudad y al saber de la muerte de mi mamá insistió en ver a mi papá. Deseaba apoyarle en ese momento difícil. Nos visitó, comió con nosotros, platicó con mi padre, me ayudó a llevarle al baño, me ayudó a cargarlo. Después me di cuenta el esfuerzo le reactivo la ciática. Estuvimos en contacto hasta el momento de nuestro retorno, me confeso se sentía mal y creía tenía el virus de la pandemia. Me enseñó que los amigos de los padres, los heredamos los hijos.

Había que tomar una decisión, no podíamos regresar a Honduras, no cabíamos en la casa de mi hermana Marta y a mi papá se le estaban agotando los medicamentos que le habíamos traído de Honduras. La opción era ir a una sala de urgencias médicas (mi papá no tiene seguro médico de USA), el riesgo era pasar una noche entera en esa sala donde el virus de la pandemia ya estaba circulando. Aprendí que ante la necesidad se debe ser ingenioso, también que la familia es lo 1ero y más importante. Contacte a un primo que vive a 12 horas en vehículo. Después de plantearle la situación y lo que necesitábamos, su única pregunta fue “¿a qué hora deseas esté el motorista esperándolos?”, nos envió transporte y nos desplazamos. Allí además de albergue, comida, compañía familiar nos ofrecía la oportunidad de que un colega amigo (Ronnie Chu) revisara a mi padre y le recetara medicamentos. Así que tuvimos que dejar a mi madre, en una morgue para ser incinerada, es lo que ella deseaba. Partimos en busca de asilo familiar y salud para mi padre. Aprendí a subir solo a un vehículo alto a un hombre de 160 libras con cirugía de columna, un brazo quebrado y el corazón roto. Luego aprendí que al lado del hotel había una ferretería donde pude por $5 adquirir una grada plegable que facilitaba el esfuerzo a la mitad. El viaje fue largo y duro, mi padre estuvo con dolor y fiebre. Al llegar a nuestro destino y ser evaluado, nos dimos cuenta que lo que sospechábamos era cierto, tenía bronquitis. Se le hicieron examen y la pandemia no lo había tocado por suerte.

Una vez más aprendí de mi primo José René el valor de la familia. Nos hospedó, nos alimentó, nos trató como realeza. Un primo que hace décadas partió a USA buscando el sueño americano. Aprendí que los sueños se comparten con la familia. Mi tía Yolanda, madre de mi primo y hermana de mi papá nos cuidó y lo mío a el tanteo que pasó de decirle hermano a decirle hijo. Mi prima Tania (menor que yo) con mucha madurez nos dio el pésame por mi madre y luego se dedicó a cocinar para nosotros y cuidarnos.

Antes del último día con mi madre había hecho una pequeña lista de canciones que sabía ella le gustaban. En los últimos momentos que pase con ella las escuchamos, en mi mente deseo así haya sido. En ese largo viaje hacia la casa de mi primo escuché la lista y en la privacidad que brinda un vehículo con 5 personas rompí en llanto silencioso. Sentí una mano en mi hombro que me consolaba, quiero pensar fue mi madre, pero sé que fue mi hermana menor Virginia. Aprendí que la música nos une y ata de por vida.

En la casa de mi primo no nos faltaba nada, hasta teníamos en exceso. Se dio la oportunidad de regresar a Honduras vía Houston e iniciamos un viaje de 8 horas, Justino, el conductor que nos apoyó en el 1er viaje se apuntó para el segundo. No fue tortuoso como el 1ero, las autopistas desérticas y entramos a Houston como ciudad fantasma. Tocó madrugar para estar temprano en el aeropuerto, enmascarados, enguantados y con el gel de mano… a la mano.

Momentos de tensión en el avión. Aprendí que en Honduras nunca se está listo para grupos vulnerables. Cuando se camina por la calle se ve como un adulto mayor con alguna discapacidad es un estorbo. No había sillas de ruedas disponibles y aunque no hicimos fila, la firma del contrato de la cuarentena hubo que hacerla de pie.

Aprendí mucho. No se puede cuidar solo de la familia. Mientras cuidábamos a mi padre, Mireya (mi esposa) cuidaba de Santiago y a la vez mi cuñada Melissa les apoyaba. Marlon (esposo de Virginia) le tocó cuidar de los 2 hijos y trabajar a la vez. Nadie se puede cuidar solo. Aprendí de mi sobrino Alejandro que nunca es tarde para demostrarle a tu abuelo mimos y cuidados y que con palabras suaves y una sonrisa el paciente sigue mejor las instrucciones.

También aprendí que en la familia hay de todo. Nunca falta la de la sonrisa permanente que aún fresca la tinta en el acta de defunción y ya está buscando que le puede quedar.

En pláticas con mi padre, Mi mamá le confesó que sabía que de esta no salía. Nadie vence a un tercer cáncer. Ella afrontó la enfermedad con valor, para demostrarnos que ni las fiebres, el dolor o el cansancio, ni los miles de dolorosos exámenes la doblegarían. Hasta en sus últimos respiros regañó a mi papá porque se estaba comiendo un postre sin cuidar su dieta. Me enseñaron en mis clases que nadie sobrevive con glóbulos blancos bajos, de mi madre aprendí que solo una guerrera sale de una sepsis con cero glóbulos blancos y le dice a la parca que se espere, que se la lleva cuando ella le dé permiso de llevársela, antes no. Entre más recuerdo, sigo aprendiendo. Un verdadero maestro.

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