LAS PLAGAS Y LA FE

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27 de junio de 2020
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12:03 am
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LAS PLAGAS Y LA FE

EL CONTAGIO Y LAS ALARMAS

LAS PLAGAS Y LA FE. AL momento de leer este escrito, el amable público ya puede respirar con mayor tranquilidad. No que haya respuesta a las ancestrales carencias o que se hayan resuelto los inmensos problemas nacionales, viejos y nuevos. En estos pintorescos paisajes acabados, la realidad es grosera. Distinta al cómodo placer de entretenimiento sin límite –quién sabe si alguno haya conseguido alcanzar el clímax deseado– lo que duren despiertos de las 24 horas del día, mandando burradas y atacando enemigos, los adictos prendidos a sus aparatitos tecnológicos de distracción. Distinta, también, a la vida pesada y llena de reveses, de gente laboriosa que, para sobrevivir, tiene que dedicar gran parte de su día, sudando la gota gorda, trabajando duro y parejo para ganarse el pan nuestro de cada día dado como virtuosa recompensa al esfuerzo bien logrado en la sagrada oración cristiana. Cuando decimos que puede respirar tranquilamente, hondo y profundo, tampoco es que hayan desaparecido las otras atrofias que lo asfixian. Esas, por desgracia, va a tener que soportarlas y lidiar con ellas durante mucho tiempo.

Nos referimos a la densa nube de polvo sahariano, que durante varios días se mantuvo como telón de cubierta sobre la capital. Sin embargo, en el transcurso de la tarde –ello es lo que pronostican los meteorólogos– si el viento sigue soplando aunque sea suavecito, el cúmulo se irá disipando hasta desaparecer. La masa de partículas de polvo tóxico tuvo la audacia de transportarse desde el desierto, cruzar miles de kilómetros levitando sobre el océano Atlántico sin desintegrarse, recorrer todo el Caribe, hasta ingresar al territorio nacional a emponzoñar el ambiente. Más, de lo contaminado que estaba de tantas otras impurezas venenosas y, para agregar otra faceta a la perspectiva, el turbador clima de desasosiego, dudas y sospechas que nunca amaina. El polvo del Sahara llegó antes, cruzando el alta mar, que los tales hospitales móviles –foco de otro escándalo– que le compraron a los turcos. Esta no es la primera vez que llegan polvos de tan lejos. Aparte de los propios de aquellos lodos. La invasión suele ocurrir más o menos durante la temporada juniana. Pero en los últimos 50 años no se había visto una nube tan tupida y ponzoñosa como esta. Si bien –explican los expertos– tiene la bondad de fertilizar los campos, nada mal cae a la tierra desolada por quemas criminales y los voraces incendios en el bosque, también –si unas son de cal las otras son de arena– mientras permanece gravitando sobre las sucias ciudades, lo recomendable es el encierro.

Más encierro sobre el ya sofocado régimen de aislamiento recetado para no contaminarse de coronavirus. Peligroso permanecer a la intemperie sin mascarilla; que de todas maneras ya es obligatoria, y ensabanado con ropa que cubra todo, del cuello hasta el tobillo. No ven que el endemoniado polvo es capaz de desencadenar feos problemas respiratorios, irritación en los ojos y mucosas, hasta sarpullidos en la piel. Las pestes que rodean a las víctimas no dan escapatoria. El dengue, que ya es costumbre. El estrés exacerbado por el confinamiento. Si viviésemos en tiempos bíblicos, dirían a saber qué pecado pagamos para que el cielo haya desencadenado sobre estos afligidos pueblos, las 10 plagas de Egipto. Ensañándose en mortales pecadores con una infernal pandemia. El coronavirus no ha dejado rincón intacto. Mata gente por decenas, contagia centenares, expone a millares, con efecto demoledor sobre las economías. Desafía hundirlas en una depresión más salvaje que la ocurrida a finales de los años 30 y principios de los 40. Cuando la caída de la bolsa en Nueva York produjo un pánico planetario, una reacción en cadena, provocando el desplome de las finanzas mundiales. Igual hoy, estamos mal. En lo más álgido de la pesadez. Solo que no hay que perder la fe. De esa fe divina que mueve montañas. Las sombras no son otra cosa que interferencia proyectada en una superficie interceptando la luz. Hay que permitir, entonces, que la luz alumbre sin bloquear su fulgor. Enfundando la odiosidad. Alejando malos pensamientos, rectificando malsanas actitudes, corrigiendo pésimas costumbres. Dejar que resplandezca la decencia, el don del trabajo honesto, la visión patriótica y el sentimiento de solidaridad. Así sí, la fe, sería capaz de producir milagros.

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