Coda al diccionario

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5 de julio de 2020
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12:01 am
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Coda al diccionario

Por: Daniela Murialdo (*)

Este singular diccionario nació en los 90 en Plural bajo una edición con aire rústico y simpáticamente adornada con dibujos de Alejandro Salazar. En ese entonces, el alma de Jorge Patiño resolvió visitar, de noche para que la tarea fuera más sencilla y discreta, un cementerio habitado por otrora potentadas palabras nuestras, para sacarlas de sus ataúdes.

No sé qué llevó a Jorge a profanar las tumbas en ese tiempo (y en el 2004 cuando sacó una segunda edición, que conservo en mi biblioteca), y qué lo ha motivado a hacerlo de nuevo ahora (asistido esta vez por una editorial santiaguina que mantuvo su especial estética). Aunque él confiesa un amor placentero por la palabra, no comprendo del todo su placer necrofílico, sobre todo cuando se tienen tantas palabras aún vigorosas cuya mera pronunciación cotidiana confirma su vitalidad.

Puedo imaginarme a Jorge (Pato) practicando una especie de tanatopraxia, ejercitando sobre las palabras cadavéricas métodos de limpieza, formolización y conservación, para luego fotografiarlas y exponerlas en este tercer álbum al que agregó palabras recientemente sacadas de algún otro camposanto, administrado no por sepultureros, sino por lexicógrafos como María Moliner, Julio Casares o Manuel Seco.

En esta Coda encontramos palabras como abanación, que suponía el destierro de un año, no de dos o tres, sino sólo de un año. Sospecho que para aquellos que eran exiliados por ese lapso, la palabra abanación les venía con una carga menor a la que contenía, por ejemplo, la sola palabra destierro, que trasluce una expulsión quién dice terriblemente indefinida.

Uno también encuentra en este anacrónico diccionario muchas definiciones que al presente resultan incomprensibles, como la que se da de la palabra anfarístero, “zurdo de ambas manos”. No seré yo, anatomista analfabeta, la que pueda explicar esto. Salvo que se trate de una alusión a algún ministro de este gobierno que ve conspiraciones yanquis hasta en una reunión de hormigas en su alacena.

Pero si alguno tiene predisposición a la nostalgia, sea cauto con la lectura de este libro, pues se encontrará con vocablos cuya desaparición no se comprende. Díganme si no nos seguiría siendo útil contar con despenadores, “personajes que quiten las penas”, como lo serían ahora los psicoanalistas o los pastores marketeros que garantizan el milagro de “parar de sufrir”.

Me muevo a otra palabra de la Coda: hirquitallar “mudar los jóvenes la voz al llegar a la pubertad”. No es que nuestros muchachos ya no cambien su voz, el asunto es que yo, por ejemplo, no pude explicarle a mi hijo, en esa difícil etapa, que lo único que le estaba sucediendo es que estaba hirquitallando, nada más…

Y es que, carentes del pragmatismo anglosajón, nosotros acudimos a expresiones con extremo particularismo. Así, si hace unas décadas uno hablaba de sonochada, se estaba refiriendo al principio de la noche; si lo hacía de la nocturnancia, la referencia era al tiempo que va desde las nueve hasta las doce de la noche. Si alguien hablaba del conticinio, apuntaba la hora de la noche en la que todo está en silencio… (Si el bom vivant Cole Porter hubiese sido hispano, su canción In the Still of the Night se hubiese titulado simplemente, al punto y menos bellamente: En el Conticinio) y quien hablaba de la modorra, imaginaba ese tiempo que precede al amanecer como lo era también el galicinio.

Alerto aquí que Jorge no es un trufador (no cuenta ni escribe patrañas). Esta Coda al Diccionario trae, de modo honesto, un cuadro de época con sus cargas y prejuicios, aunque no sin cierto aire burlesco y en parte condenatorio.

Y es que por ejemplo, este libro nos recuerda que hace un siglo nos era dado excluir civilmente a los fornecidos, a “aquellos nacidos del adulterio”. Bastardos que llegaban a este mundo precedidos ya de una palabra que había nacido antes que ellos. Así como llegaban los mánceres (“hijos de mujeres públicas”). Seres que al momento de ser paridos ya venían bautizados con un nombre que sellaban su fatalidad y tatuaba su condición social sin más.

Y muy grave habría sido en esas épocas -y con esto no quiero ofender a quienes legítimamente profesan devoción al “proceso de cambio”- llegar a izquierdear, es decir, “apartarse de lo que dictaba la razón”.

Otro de los asuntos que me quedaron rondando la cabeza luego de leer esta Coda al Diccionario, es si Sigmund Freud conoció la existencia del padrejón, o “histerismo en el hombre”. Quizás de haberlo tratado, no habría atribuido todos los trastornos y desequilibrios del universo sólo a la histeria femenina.

Jorge, que dicho sea de paso significa “insecto coleóptero o abejorro” -según esta su propia recolección-, traslada al libro la frase de Azorín que dice: “la esencia del idioma está en parte en los grandes autores clásicos, pero en parte, no menor, en el habla de los mercados”.

Y es también en esos mercados -con sus gentes de los alrededores- donde el castellano tiene una tarea: nominar una infinidad de sentimientos y tradiciones.

Así pues, cuando en los ‘70 se escuchó aquella canción nicaragüense que decía “son tus perjúmenes mujer, los que me sulibeyan”, antes de correr al diccionario para no encontrar el significado de sulibeyar, ya habíamos sentido esa exaltación y ese engrandecimiento en el corazón del que supongo hablaba el compositor.

En este camino de las emociones, el autor advierte que “no sorprenden tanto las palabras que nombran objetos, ya que éstas llaman directamente un vocablo y que más interés tienen los adjetivos y nombres de cosas intangibles. Descubrirlos es con frecuencia dar también con un sentimiento o una idea nuevos”.

Pero en este punto presumo que se estarán preguntando para qué sirve este libro. Pues puedo asegurarles que no brindará ningún auxilio lingüístico inmediato, por más necesitados que estemos. No es un texto escolar y digamos que tampoco es un texto académico. No es entonces un escrito de consulta erudita. Pero debo decirles que ninguna de éstas fue una pretensión de Pato al construir esta Coda. Él mismo advierte al inicio, que no es un libro de erudición, sino de entretenimiento y por qué no, de poesía. Y así es, hojeándolo sentirán un goce particular.

La actriz de este diccionario no es -o no lo es para mí- la definición, sino la palabra misma. Podemos pensar en que nos sería sencillo encontrar varias de las definiciones dadas en esta recopilación en cualquier diccionario reciente. Sin embargo, no hallaremos fácilmente las palabras escogidas, no sabemos con qué oculto criterio, por Jorge para esta Coda.

En fin, cualquiera sabe que la patología es una enfermedad física o mental que sufre una persona. ¿No creen que en esta instancia ya podríamos pensar que algo no anda bien en un matemático (con título), como nuestro amigo Pato, que permuta sus fórmulas exactas por palabras escondidas en fosas comunes que ya desprenden mal olor? ¿Coinciden conmigo en que nunca había sido mejor utilizado este término (pato-logía) para describir la enfermedad que padece este Pato y su extraño estudio, o logos, de las palabras convertidas en momias?

Es en esa su enfermedad -que lejos de remitir parece avanzar-, que el Pato nos arrastra a los confines como para decirnos, con Wittgenstein: “Ahí donde están las fronteras de mi lengua están los límites de mi mundo”.

(*)Daniela Murialdo López nació y creció en Ciudad de México. Reside en La Paz-Bolivia, donde ejerce la abogacía, la maternidad y su afición por las letras. Es hija de un exiliado chileno llamado Hugo Murialdo Laport y de una hondureña, Lastenia López Callejas, cuya sangre y extendida familia las jalan a Tegucigalpa siempre.

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