Mejorar sustantivamente el ser hondureño

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16 de julio de 2020
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12:17 am
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Mejorar sustantivamente el ser hondureño

Por: Segisfredo Infante

Este es uno de los temas más complicados en la trama de la idiosincrasia catracha y de la conducta humana en general, tanto frente a la tradición (buena, ambigua o mala), como ante los desafíos de la supuesta hipermodernidad, que ha quedado cuestionada hasta el fondo, frente al colapso catastrófico de los sistemas sanitarios de las grandes potencias (de unas más que de otras) y, sobre todo, de los países vulnerables como el nuestro. De muy poco ha servido la alta tecnología alejada de las necesidades básicas de los pueblos. De muy poco la soberbia inconmensurable de algunos políticos y archimillonarios enceguecidos, tanto de aquí como de por allá.

Tampoco han servido las profecías “triunfalistas” de ciertos futurólogos ligerísimos o superficiales, especializados en la sofistería contemporánea, que han endiosado el mercado en detrimento del ser humano, y que viven sepultando las mejores tradiciones del “Espíritu”, tanto del pensamiento occidental como del oriental. Y aunque la “Historia” nunca se repite, existen analogías actuales frente al derrumbe transitorio de la cultura occidental en el contexto de la “Primera Gran Guerra”; dentro de la visión de autores decadentistas como Oswald Spengler; y del enorme desastre financiero y económico de 1929 y años subsiguientes. Hay analogías históricas respecto de las cuales hay que llevar cuidado, habida cuenta que el “Hombre” es un ser histórico que nunca desea aprender de los mosaicos y patrones de la “Historia”. Mucho menos de las páginas de la gran “Filosofía”.

Frente a las actuales circunstancias uno de los seres históricos más preocupantes es el hondureño promedio. E incluso el catracho “por encima de la media”. Nuestro pueblo ha sido uno de los más afectados por la actual enfermedad mundial, por causas y motivos multifactoriales. El primero de todos es el fragilísimo sistema de salud, con hospitales que fueron pensados para la primera mitad del siglo veinte y, en el mejor de los casos, con hospitales públicos para las décadas desarrollistas del sesenta y del setenta. Nunca hubo una visión de largo plazo. De ninguno de nosotros, incluyendo los intelectuales. Pareciera que sólo nos interesa la pancarta política e ideológica del momento coyuntural, cuestión que es aprovechada hasta el máximo por los demagogos y malcriados de cada turno, en detrimento de la salud física y espiritual de nuestra sociedad. Debo confesar que a veces me fastidian los discursos seudopolíticos dentro de una circunstancia horrenda como la actual. En tanto que sólo me interesa la política estratégicamente clásica, en el sentido de Aristóteles, del Barón de Montesquieu y de Immanuel Kant. Para sólo mencionar tres nombres.

Uno de los problemas espirituales que enfrentamos los catrachos, es el de la confusión entre los conceptos de “educación” y “cultura”. Esta confusión la padecen incluso personas inteligentes. La educación es aquella que se recibe, formalmente, en las aulas de los distintos niveles escolares, principalmente el nivel universitario. La mejor educación es aquella que tiene que ver con aulas, cátedras, libros y pupitres. Y nunca debe ser abandonada, ni siquiera en los peores momentos de la “Historia”. Pero la cultura es una esfera más amplia y más vasta que la educación formal. La cultura comienza en el vientre materno, cuando las señoras embarazadas escuchan “narco-corridos”; o baladas románticas; o melodías derivadas de la música clásica, según sea cada caso. Los hondureños y latinoamericanos de reciente data, han escuchado más narco-corridos que cualquier otra cosa, desde el vientre materno hasta la adolescencia. Y las autoridades de cada país nada han hecho al respecto, por aquello de una supuesta “libertad de expresión”, que en el fondo es libertinaje dañino para las nuevas generaciones.

La cultura se aprende en el hogar; en la calle; en la aldea; en la radio; en la televisión; en el cine; en los videos (buenos y pésimos); en las intensas lecturas autodidácticas; en los bares; en el transporte urbano; en el teatro; en las conversaciones; “en las cafeterías y en la plaza pública”, como alguna vez lo sugirió o lo esbozó don Miguel de Unamuno. Aquí los pequeños líderes espontáneos están llamados a desempeñar un papel positivo o negativo importantísimo, dependiendo del buen nivel cultural o de las groserías individuales de cada cual. La disciplina o la indisciplina de un pueblo es un capítulo integral de la cultura de cualquier nación, pese a las circunstancias. Cuando los pueblos son “cultos” en el buen sentido del término, muy poco importa que de vez en cuando llegue un patán (Dios no lo permita) a desgobernar un país. Se tratará más bien de un fenómeno transitorio o, por el contrario, de una tragedia colectiva de largo alcance.

El crecimiento de la actual enfermedad mundial en Honduras ha dependido, en un alto porcentaje, del descuido o de la indisciplina de nuestro pueblo. Muchos se han dejado engañar con el cuento que el coronavirus “no existe”.

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