La magia del arco iris (2)

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4 de septiembre de 2020
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12:36 am
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La magia del arco iris (2)

¿Vuelven los oscuros malandrines del 80?

A Dagoberto Espinoza Murra, padre literario de Pablo Solares

Por: Óscar Armando Valladares

En el hogar del abogado Toribio Benavides, sito a la par de la casa de la tía Matilde, Pablo Solares -retirado de la Facultad de Medicina-, accede amistosamente a la rica biblioteca del togado, donde también reside la mucama Zoila, muchacha de buen ver y, por constancia del joven, sexualmente ardorosa. En una de esas visitas conoce a un fotógrafo, Juan Pérez (que se antoja compararlo con el maestro Juan Pablo Martell), a través del cual halla colocación en el Estudio, registrado en La Ronda, propiedad de Emérito López, (¿acaso Evaristo López?), donde trabaja a las órdenes de Rosinda, técnica en preparación de placas y películas. Poco a poco, el amor resplandece entre los jóvenes, con tan buen suceso que se fija la fecha nupcial. El sino trágico, empero, frustra los planes con la muerte de la novia.

Después se convierte en profesor de filosofía. En el establecimiento nocturno contertulia con colegas y discípulos que aspiran a literatos. Jorge Castro, Juan Améndola, Tiburcio Ferrufino y Jacinto Amaya van leyendo sus primicias, bajo la batuta de Solares. Llevado por su espíritu insatisfecho, deposita su renuncia, parte a Choluteca e instala un negocio fotográfico. Cierto día le tocó atender a una dama, que la acompañaba un menor ciego. Raquel -tal era su nombre- había enviudado. Su esposo, fallecido en un accidente llevaba consigo al niño, llamado Pablito, a resultas del cual le devino su ceguera. Presidía el país Roberto Suazo Córdova, faz a faz con Gustavo Álvarez Martínez, de rígido credo anticomunista.

Pablo -quien llamado por la voz meliflua del amor vivía de nuevo en la capital-, se reencuentra casualmente con un ex condiscípulo, Lenín Silva, competente oftalmólogo, ocasión que aprovecha para plantearle el caso del invidente. Realizados los exámenes, queda en firme el día de la intervención quirúrgica. Otra de esas coincidencias vino a complicar las cosas, al programarse para ese mismo día una manifestación en respuesta a las represiones del gobierno y en reclamo por los desaparecidos. En tanto el doctor Silva atiende a Pablito, su papá adoptivo toma apuradamente fotos a su camarada Julio, orador en el evento masivo. Cumplido el favor, apresta el paso rumbo al hospital. Intempestivamente, policías vestidos de paisanos le impiden continuar: uno le arrebata la cámara; otro saca su revolver y le infiere un disparo fatal. Pocas personas asisten al sepelio. Raquel supo de la muerte ocho días después. Sola -dice el relato- respirando profundamente, resolvió asistir a la misa de fin de novenario, anunciada en un periódico.

Por las descripciones que Pablo le había hecho, reconoció a la tía Matilde, con la que puso en claro malentendidos: su no presencia en el velorio y entierro, particularmente. En compañía del niño, visitó el cementerio. -Hijo mío- -le expresó- no te había querido decir que Pablo ha hecho un viaje del cual no regresará… Al retirarse del camposanto, se precipitó la lluvia. En el portón esperaron que el agua escampara. A los minutos, su hijo la sacó del silencio. -¡Mira, mamá, en el cielo aquella pintura de colores!- Es un arco iris, Pablito. Mami, pero en lo más alto de la pintura me parece ver a Pablo -dijo el niño-. Ese rostro que tú miras, observó Raquel, es parte de la magia del arco iris de la que te hablaba Pablo.

Con diálogos hábilmente manejados, la novela está construida en sencilla y fuerte prosa. Las expresiones son calca del lenguaje coloquial, con concesiones al modismo y a las palabras consideradas malsonantes y hasta lascivas. Los hechos y el encuadre geográfico de la Honduras de los años ochenta dan lugar, por otro lado, a entreverar la denuncia social, en algunos momentos -breves, por cierto- con matices poéticos como en algunas líneas (contenidas verbigracia en los “sobres”) relacionadas con la vida de Fernando, progenitor de Pablo, y en los ejercicios literarios de los jóvenes con quienes congenió en el colegio. Que la magia del arco iris vivifique los entusiasmos de Dagoberto Espinoza, a fin de que suelte más frutos su rama creacional y podamos nuevamente compartir amistad, libros y proyectos.

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