Liberal, neoliberal o conservador

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19 de septiembre de 2020
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12:15 am
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Liberal, neoliberal o conservador

Esperanza para los hondureños

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

No conozco a nadie que se llame a sí mismo “neoliberal”, lo cual resulta comprensible: junto a “corrupción”, la palabra “neoliberalismo” es la más utilizada para referirse a los males institucionales de un país, incluyendo la economía, el desempleo, el aumento de rateros y hasta que los ricos sean más ricos que ayer, como si eso fuera un delito. Claro que hablamos de los ricos que hicieron fortuna sin el padrinazgo del Estado.

La palabra de marras es utilizada como una especie de subterfugio politiquero, una muletilla discursiva; una suerte de facilismo explicativo para rellenar el sermón en eventos oficiales y en la propaganda política. Es el perfecto chivo expiatorio que hacía falta una vez derrumbado el socialismo marxista a finales del siglo XX. Pero, como decía el antipoeta chileno Nicanor Parra, “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”, es entendible que una extraña teoría economicista que pretenda desmontar casi doscientos años de burocracia estatal, sea aceptada, sin chistar, por políticos y por empresarios protegidos por exenciones y subsidios. Además, todo lo que huela a neoliberalismo es tildado inmediatamente de “derechista”, burgués, defensor del “statu quo” y hasta de oligarca conservador. Bajo ese señalamiento inquisidor, ¿quién querría quemarse? El trabajo propagandístico ha resultado muy efectivo.

Por supuesto que existen coincidencias entre el neoliberalismo con aquel liberalismo del siglo XIX que sirvió de inspiración para lograr la emancipación de las colonias en América Latina, entre ellas, la propensión hacia una menor intervención del Estado en los asuntos privados, y la libertad para emprender negocios sin las tradicionales trabas burocráticas que hoy en día siguen desanimando a la gente.

Aplicando la lógica, podemos dilucidar el embrollo. El menosprecio hacia el neoliberalismo nace en el mismo Estado, porque, entre las exigencias neoliberales se formula la frugalidad en el gasto, en función de la ingente cantidad de recursos que absorbe el monstruo hobbesiano para mantener a flote la estructura burocrática. Es lógico suponer que en el Estado, nadie está interesado en aplicar las medidas que conduzcan a la pérdida del poder político. Por otra parte, el gasto excesivo, impide a un gobierno honrar las deudas contraídas con los bancos prestatarios como el FMI y el BM que están más interesados en recuperar su plata que en el desarrollo de un país. Cuando un gobierno pide prestado a estos agiotistas internacionales, la primera condición que estos imponen es la reducción de los costes institucionales.

A los empresarios, tampoco les agrada la idea: en su segunda fase de aplicación, el neoliberalismo sugiere la desregulación aduanera para que nos abramos a la competencia de marcas extranjeras. ¿Qué empresario en pleno uso de sus facultades aplaudiría tal medida? Lo ideal para un empresario es operar en condiciones monopólicas. La fórmula para hacer negocios sin “enemigos” extranjeros es buscar una alianza estratégica con los políticos, para que las leyes emitidas favorezcan a ciertas corporaciones e impidan la entrada de productos de mejor calidad que puedan poner en riesgo a las marcas locales. De ahí la máxima aquella que reza “Consuma lo que el país produce”.

El problema es que mientras sigue la discusión ideológica, el país se hunde en la desgracia. El rechazo hacia las reformas liberales nos mantendrá en una crisis económica, social y cultural permanente que parece no tener fin. Seguiremos en la pobreza y en el atraso, y con eso habremos de conformarnos por un buen tiempo. Quedaremos a la espera de planes milagrosos y de falsos mesías políticos que prometen -como cada cuatro años-, reducir la pobreza a punta de discursos y expresiones gastadas que prometen un futuro mejor, pero sin respaldo en los hechos. Nada de eso cambiará mientras el sistema siga siendo conservador y antiliberal.

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