El intervencionismo no funciona

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10 de octubre de 2020
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12:26 am
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El intervencionismo no funciona

Esperanza para los hondureños

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

En la idiosincrasia de la mayoría de los latinoamericanos, uno de los mitos más generalizados es el de creer que la función primordial del Estado es aplicar programas de medidas económicas que un día nos llevarán hacia el desarrollo. El problema es que ese día no llega ni parece que llegará.

Los responsables de esa leyenda son los ideólogos del intervencionismo, que nos han hecho creer que sin el concurso del Estado jamás saldremos de la pobreza. Porque, -dicen los intervencionistas, entre ellos, economistas y políticos demagogos-, si dejásemos la sociedad en manos del capitalismo “salvaje”, los avarientos empresarios subirían estrepitosamente los precios de bienes y servicios, acentuando aún más la espiral de la miseria. En el otro extremo, también aseguran, un Estado con una economía planificada y socialista como la de Cuba, expropiaría los medios de producción privados, estableciendo una dictadura en nombre de los más pobres, pero volviéndonos más miserables de lo que hemos sido. Entonces, dicen los avezados intervencionistas, hay que buscar un balance entre las dos “aberraciones” económicas; una tercera vía que respete la propiedad privada, pero que se haga cargo de las necesidades de los más pobres. Pues bien: esa tercera vía es el estado intervencionista, muy parecido al que tenemos en Honduras desde hace aproximadamente setenta años.

Si la política económica del Estado intervencionista fuese efectiva, la miseria sería cosa del pasado, pero ocurre todo lo contrario. Los programas intervencionistas fracasan por varias razones: la primera es que el Estado se ve tentado a imponer ciertas reglas que la gente ve como justicieras, pero que, en realidad, son decisiones demasiado costosas que generan inflación, endeudamiento y desempleo. Solo por mencionar algunas: regular los precios, aumentar el salario mínimo y proteger los mercados locales contra la “invasión” de empresas globales. O subsidiar a los transportistas para evitar un aumento “grosero” contra los ciudadanos. O monopolizar ciertos servicios como la energía o el agua, porque, si fuesen de carácter privado, según sostienen, las tarifas resultarían impagables.

Lo que hay que explicarle a la gente es que esos beneficios de apariencia justiciera, requieren de una onerosa inversión financiera. Es como dicen los gringos, “no hay almuerzos gratis”, un sintagma capitalistamente frío, pero válido. El dinero, cuando no se imprime con la máquina inflacionaria de hacer billetes, debe salir de los bolsillos de alguien porque nadie lo regala, y he aquí esos bolsillos: los impuestos, las utilidades de las empresas estatales, y los préstamos que el Estado obtiene con el FMI, y que los ciudadanos deberemos pagar -a plazos- hasta el día de nuestra muerte.

A pesar de la buena pero fracasada intención, los políticos se dieron cuenta que esos recursos captados de manera cómoda, podían desviarse hacia otro lado, sin dejar de lado el papel de la generosidad social. Y sin dejar rastro contable. Así, de un Estado intervencionista o benefactor, se muta a otro más concentrador, pero menos efectivo. Por un lado, la corrupción se apropia de las instituciones y, por el otro, el crecimiento poblacional supera al crecimiento económico, de modo que los recursos prometidos jamás serán suficientes para modernizar los servicios públicos. Es decir, la política económica y social del Estado intervencionista resulta ser un verdadero fiasco.

En términos sociales, la inefectividad ha comenzado a socavar los cimientos de legitimidad del Estado intervencionista: la pérdida de la fe ciudadana es palpable en las encuestas de opinión y lo será en las justas eleccionarias, como ocurre en casi toda América Latina. Por los momentos, tendremos que seguir conviviendo con las promesas y los fracasos, mientras llega una remozada generación de jóvenes líderes que cambie todo el sistema político y económico que mi generación, perversamente ha echado a perder.

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