Sor María Rosa, nuestra santa

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23 de octubre de 2020
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12:03 am
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Sor María Rosa, nuestra santa

Por: Juan Ramón Martínez

Nuestra generación –1938-58–, según Oquelí, siguiendo a Ortega y Gasset –ha sido muy afortunada–. No solo hemos vivido dos de los cuatro más importantes acontecimientos del siglo pasado (la huelga de 1954 y la guerra con El Salvador) y el primero del XXI (la pandemia del covid-19), sino que hemos conocido extraordinarios compatriotas, entre los cuales sin duda espiga, Sor María Rosa, la mujer más extraordinaria que nació y trabajó en Honduras y por Honduras, desde 1950 hasta ahora en que, mansamente, y de acuerdo con su fe cristiana a toda prueba, ha regresado al encuentro con el Padre, al reino de los cielos.

La conocí en agosto de 1969. Había fundado las Aldeas S.O.S., dentro del concepto de la prevención. Y, en la práctica, evitando que los niños desamparados, pudieran caer en manos del crimen, la instrumentalización sexual o el abuso, por los adultos anormales. Es interesante que, por ello, la Junta Nacional de Bienestar Social, –un diseño del gobierno de Villeda Morales, que sus sucesores, indolentes y aristocráticos, destruyeron y ahora han sustituido sus visiones y metodologías humanistas, por la represión y el castigo como forma de atender a los menores en peligro de desviación social–, logró articular sus acciones con las de Sor María Rosa. El encuentro era fácil, porque el concepto era similar: atender al desamparado, antes que la sociedad lo dañara.

En 1970, desde Cáritas nos relacionamos frecuentemente con Sor María Rosa. En momentos, nuestros primeros problemas de salud, fueron atendidos en una clínica fundada por ella. Como entonces éramos jóvenes, “que todo lo sabíamos”, nos resistíamos a entender los planteamientos que nos hacía Guillermo Arsenault, en la aplicación de la doctrina social de la Iglesia a la realidad hondureña, desarrollando desacuerdos verbales con él, cosa que afectaba su salud. Una tarde Sor María Rosa, que tenía en el sacerdote canadiense un apoyo teórico excepcional y una consejería espiritual insuperable, nos invitó a Fernando Montes, Salvatore Pinzino y a mí, para que fuésemos a tomar un café a Zambrano. Allí Sor María, nos planteó el problema de los desacuerdos teóricos con Arzenault y los efectos que tenían en su salud. Después que “discute con ustedes, regresa alterado, aumenta su presión arterial, y sangra de la nariz”, nos dijo. Me impresionó la información, porque no teníamos deseos de molestar al padre Guillermo que, a nuestro juicio posterior, era el que mejor entendía la realidad global y podía proponer una metodología gradual, para entender la dinámica interna de la pobreza y aplicar las tesis de la promoción popular, para poner fin a la marginación, que concluyera con la integración de la vida social hondureña. Como nada de aquello lo pudimos lograr — en la única propuesta seria que se ha hecho en Honduras– ahora nos enfrentamos a un país polarizado, destruido y sin fuerzas para buscar alternativas, porque creen que es mejor el aire del abismo, que la fresca nitidez de la paz, y la concordia nacional.

Sor María Rosa, siguió en lo suyo. Le acompañamos durante algunos años desde Cáritas, hasta que nos volvimos incómodos para Monseñor Santos y los laicos que lo rodeaban. Y cuando le dimos salida a la opción política, dejamos de trabajar para nuestra Iglesia Católica.

Sor María Rosa, en cambio, siguió sola, en algunos momentos luchando en contra de la maldad de muchos, en una tarea que nadie podrá superar. Tenía una personalidad en que la fe, sustituía el conocimiento; y la bondad, las dudas que provocaba el rechazo. En varias oportunidades, le ayudamos en los proyectos, ya con la compañía de los rotarios y en otras, me invitó a desayunar simplemente para conversar. Siempre supe que era una Teresa de Calcuta, que con su mismo espíritu, había enfrentado el problema desde la vida. Mientras la primera ayudaba a bien morir, Sor María Rosa buscaba –y lo logró– asegurar la vida de miles que, ahora, son buenos ciudadanos, gracias al amor que les dispensó.

Ante su muerte, siento lo mismo que muchos de sus miles de hijos: que fue una santa que nos ayudó a todos a ser mejores. Por lo que, imitando sus visiones y desvelos, debemos trabajar para empezar a construir desde la Tierra, el reino de los cielos. Adiós, santa María Rosa. Santa, por siempre.

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