La biblia de mi abuela

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24 de octubre de 2020
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12:02 am
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La biblia de mi abuela

La abuela Antonia Núñez de Springer

Por: Tito Ortiz

Mi abuela leía su Biblia a diario. Era cristiana. Sin embargo, no era una fanática, ni una santulona. Eso le sirvió para soportar con valor y resignación la muerte de tres de sus hijos: Mi mamá a los 34 años de edad en un accidente, mi tío Tatío de 54 también en un accidente, mi tío Yofo de 53, se suicidó al quedar ciego por la diabetes en Caracas, Venezuela. Y por último mi abuelo, con quien compartió con amor toda su vida.

Yo fui su primer nieto. Ella me llamaba por teléfono todos los miércoles por la noche, para que yo no gastara en la llamada. Hace 22 años de esto. Todavía me hace falta su preocupación por mí. Con ella me sentía protegido. Era una mujer sabia, fuerte, vivida, positiva y amorosa. Siempre aconsejándome sabiamente. Le gustaba que le contara chistes y yo era muy salamero con ella, la llamaba “Mi Reina”.

Cuando venía a San Pedro Sula se quedaba hospedada en mi casa por supuesto. En la mañana temprano, me iba a su habitación a saludarla y ya estaba bien guapa, maquillada y peinada, desayunando con un azafate encima de sus piernas y viendo televisión desde su cama. Platicábamos por horas. A pesar de haber llegado solamente hasta segundo grado, con ella se podía platicar sobre cualquier tema. Siempre estaba actualizada.

Era tan amena y me contaba historias interesantes de su vida, que son las que yo les he contado a ustedes. Muchas de ellas sacadas de un diario que mi abuelita escribía en sus ratos libres, sentada en la mesa del comedor, mientras mi abuelito Misteredi la observaba disimuladamente. Veía como ella después de escribir un rato se enjugaba las lágrimas con una servilleta. Terminó tirándolo al basurero. Afortunadamente mi tía Ana, su hija menor, lo rescató de la basura y lo guardó por muchísimos años sin leerlo, porque le parecía una falta de respeto el hacerlo. Ese diario acompañó a mi tía Ana a la India, y luego a Australia, siempre sin leerlo. Al fin lo leyó y me contó que lo tenía guardado, se lo pedí y con el visto bueno de toda la familia, me lo entregó.

En él hay historias como de cuando tenía 13 años, un año después de haber llegado a Tegucigalpa, procedente de San Juancito, buscando un trabajo como empleada doméstica. Alguien le contó que su papá trabajaba con la Standard Fruit Company en La Ceiba. Decidió ir a pedirle ayuda. En ese tiempo periódicamente salían caravanas desde Tegucigalpa a La Ceiba a pie. Se unió a una y caminando durante un mes, por veredas y atajos, cruzando ríos, y evadiendo culebras, se tuvo que quitar los zapatos nuevos porque le hacían callos y continuó descalza. Cuando llegó a su destino, encontró a su papá sin trabajo, borracho, tirado en una acera. Por casualidad se cruzó en su camino una señora para la que ella había trabajado en Tegucigalpa y le ayudó pagándole el pasaje hasta San Pedro Sula, en donde trabajó en el Hospital Leonardo Martínez haciendo el aseo y limpiando bacinicas hasta que ahorró para regresar a Tegucigalpa.

O la primera vez que regresó a San Juancito, como la rodearon familiares y amistades para que les contara de su aventura en la gran ciudad, preguntándole con curiosidad que cómo era la vida allá. Preguntándole que si no le daba miedo caminar aquellas siete leguas (34 Km.) de distancia, sola, de 12 años de edad, por aquellos caminos desolados, en los varios viajes que tuvo que hacer a pie, descalza, cargando en su espalda y sobre su cabeza, las cosas de su casa sintiendo que la nuca se le quebraba por el peso de lo que llevaba.

Ella les contestó que casi siempre la acompañaba una señora de edad, que mientras caminaba a su lado, la aconsejaba. Que se sentía protegida por ella. Que era bien bonita. Que tenía los ojos verdes y un lunar en la mejilla derecha. Las señoras mayores al escuchar la descripción de la señora que la acompañaba, se volvieron a ver entre ellas asustadas y dos de ellas exclamaron al mismo tiempo: ¡La finada Mama Tina!

Historias como que cuando vivía en Puerto Cabezas, Nicaragua, mi abuelito Misteredi viajaba con mucha frecuencia a Costa Rica por su trabajo con TACA, quedándose sola con su hija recién nacida. Entonces vio un ladrón escondido debajo de la cama con un puñal en la mano. Fingiendo no haberlo visto, se dirigió a la cuna de la niña, la pellizcó, la niña dio un grito, entonces ella le dijo a la niña, ya le voy a hacer su pepito. Puso a hervir una olla de agua y cuando ya estaba hirviendo se la tiró al hombre, el cual, dando gritos de dolor, corrió hacia la calle, rompiendo la puerta de tela metálica con su cuerpo.

Historias de cuando estuvo interna en el Hospital San Felipe por padecer tuberculosis y cómo no le permitían a mi mamá cipota visitarla por el contagio. Se tenían que ver a través del cerco de malla ciclón que separaba el patio del hospital con la calle.

De cuando fue a su primera fiesta y cómo le dolían los pies al bailar porque no estaba acostumbrada a usar zapatos. Un muchacho bien guapo la sacó a bailar. Ella le preguntó que en qué trabajaba. Él le dijo que era mesero. Entonces ella le dijo: ¡Ah no! Criado con criada no funciona.

Las páginas manuscritas rescatadas del basurero
Esta es una copia a máquina de una de las paginas rescatada del basurero, en donde nos cuenta como conoció a mi abuelito Misteredi, cuando se sacó la lotería y compró su casita (La Casa del Pino) en el barrio Buenos Aires. (está copiada exactamente como ella la escribió)

Le encantaba ir al cine a ver comedias en español. Una vez, entusiasmado le conté que iban a estrenar una comedia en el Cine Presidente. Que se alistara porque íbamos a ir a la tanda de tres de la tarde. Cuando estábamos juntos siempre nos agarrábamos de la mano, especialmente al ver una película.

Era una mujer muy puntual. Desde antes de que yo llegara a recogerla, ella ya estaba lista, esperándome elegantemente vestida, sentada meciéndose en el “Swing” colgado del techo del porche. (Hemos cargado con el swing desde que lo tuvimos en la Casa del Pino). Entramos al cine y comenzó la película. De repente, veo un hombre en un puesto de un mercado, metiéndole la mano a otro en una licuadora porque no le pagaba lo que le debía. Luego apareció un enano tocándole el busto a una mujer bien guapa. Sorprendidos, sin volvernos a ver, mi abuelita apenada me decía: Ay Tito. Y yo le contestaba igual de apenado: Ay abuelita. No era el tipo de comedia que esperábamos. Se llamaba “El día de los Albañiles”. Como decía ella “Salimos disparados” del cine.

El jueves 21 de abril de 1995, me llamó mi tía Laura para decirme que a mi abuelita le había dado un derrame cerebral. El viernes ya estaba yo a su lado en el hospital en Long Beach. Me dijeron que estaba en estado de coma. Me dejaron a solas con ella y aproveché para hablarle y darle las gracias por haber sido una abuela tan amorosa.

La Abuela Anonia Nuñez de Springer, tomando un crucero en Holanda

Se que me escuchó. El sábado 23 murió.
Me quedé durmiendo en su dormitorio que estaba tal como ella lo había dejado. Desordenado, pero con ojos de amor yo lo veía lindo. Allí encima de su tocador estaban en forma alborotada todos los cepillos, peines, broches, prendedores y peinetas con forma de mariposa. Los coleccionaba. Eran más de cien. Agarré 15 de plástico para traérselos a mis hijas. Le encantaban las mariposas.

La televisión en que ella veía sus novelas en español en el canal 34, apagada. Todo era silencio. Solo se oían mis movimientos. Estaba yo solo en toda la casa. La revisé con tanto cariño. Palmo a palmo. Vi el teléfono beige con su cable larguísimo para que ella lo anduviera por toda la casa. El número Geneve 9 – 8163 ya nunca más lo marcaría. La mesa del comedor en donde mi abuelita me servía desayunos deliciosos vacía. Se sentía la presencia de mis abuelos.

Abrí la puerta que daba al callejón en donde tantas veces jugué con mis hermanos y pude reconocer de inmediato el clima delicioso, helado y el aroma característico de Long Beach, olor a mar. Olor a sal.

Sabía que no iba a recibir una herencia porque ya me había dado una casa en vida. Entonces pensé, ¿Que me puedo llevar de recuerdo que no tenga un valor material y que ella apreciara? Allí estaba su Biblia. Inmediatamente la puse encima de la ropa en mi valija. En esa Biblia aprendí el Salmo 4-8 a los ocho años de edad como oración para antes de dormir y el salmo 23 de memoria a los doce años. Ella me ponía a leerle la Biblia antes de acostarnos y con el cuento de que solo había hecho hasta segundo grado, ella sabía que, al leerle, yo también aprovecharía La Palabra. En la pasta negra y dura tenía grabado en letras doradas y en relieve su nombre: Antonia Springer. Luego vi un gran cortaúñas para los pies. También lo agarré. Luego un maletincito negro de tela con zíper en donde guardaba sus medicinas. Lo vi apropiado para guardar maquillajes para mi hija Gilda. Era un recuerdo que mi hija iba a apreciar.

Me sentía tan confortable en el cuarto de mi adorada abuela. Las almohadas tenían su olor. No cambié la ropa de cama. Era mi abuela. No me podía dormir y me puse a recordar de cuando venía a pasar vacaciones a esa casa siendo un niño. Conservaba el mismo calor y olor agradable. Después como un adolescente y al final como un estudiante universitario. Allí estaba el escritorio antiguo con llave de mi abuelito Misteredi que tanto me intrigaba cuando era niño. ¿Qué había adentro?

Recordé cuando regresé a esa casa ya casado, en 1976, con Gilda mi esposa, mis hijos Claudia Rosa, Roberto Armando y Gilda Alicia. Mónica Alejandra no había nacido aún. Roberto tenía cinco años. Mi abuela me pidió que me encaramara en la parte de arriba de su closet, en donde había una valija azul celeste, antigua y descolorida en las esquinas. La puse sobre la cama y me pidió que la abriera. Adentro estaban unos pantaloncitos blue jean con pistolas bordadas de hilo azul y rojo en las bolsas, y estas, llenas de piedras. Así los había guardado ella, tal como yo los dejé cuando yo tenía cinco años. Los agarró con sus manos gorditas, suaves y arrugadas y me los entregó diciéndome: Para Robertito. Le quedaron a la medida.

Yo consentía a mi abuela y ella se dejaba consentir. A cambio ella me daba de su sabiduría y seguridad. Nada la asustaba. Nada era nuevo para ella.

Ya de regreso a San Pedro, abrí mi valija y la Biblia no estaba ahí. Me dio mucho pesar no tenerla porque yo sabía cómo ella amaba ese libro. Nunca me pude explicar cómo desapareció la Biblia de mi valija. Creo que se me salió al empacar para mi viaje de regreso.

Pasaron 11 años y un 18 de enero del 2006, recibí una nota del correo notificándome que me había venido un paquete de Australia. Fui a reclamarlo y allí estaba la Biblia. Mi tía Ana que vive en Australia me escribió una tarjeta de cumpleaños en donde me decía que estaba buscando en la Biblia algo apropiado para mí y que dijo: Mejor le mando la Biblia de su abuelita que a él le va a encantar. Ella la había encontrado muchos años después. La Biblia venía exactamente como mi abuelita la tenía. Traía entre sus páginas, a manera de marcador, mechones de pelo rubios de bebés, dibujos hechos de sus nietos. Un recibo del teléfono de la casa y varias hojas sueltas de las que dan al entrar en una iglesia. Recuperé mi Biblia y es la que yo uso. Aquí la tengo a mi lado, sobre mi cama.

Gracias abuelita querida. La añoro.
Mi abuelito Misteredi murió el 29 de enero de 1982, a la edad de 82 años. Mi abuelita Toña le acompañó el 23 de abril de 1995, de 87 años.

Dejaron para siempre 1417 Molino Avenue, Long Beach, California, su hogar. Mi segundo hogar.

Sabía que nunca más volvería allí, la casa que conocí desde que era un niño. Ya no tenía a nadie por quien volver.

Nota
La pasta de la Biblia se la puse nueva, pero conservé el pedacito en donde estaba el nombre y se lo incrusté a la pasta nueva.

Las páginas manuscritas rescatadas del basurero.

Esta es una copia a máquina de una de las paginas rescatadas del basurero, en donde nos cuenta cómo conoció a mi abuelito Misteredi, cuando se sacó la lotería y compró su casita (La Casa del Pino) en el barrio Buenos Aires. (está copiada exactamente como ella la escribió).

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