Para poner a pensar a los políticos

ZV
/
24 de octubre de 2020
/
12:05 am
Síguenos
  • La Tribuna Facebook
  • La Tribuna Instagram
  • La Tribuna Twitter
  • La Tribuna Youtube
  • La Tribuna Whatsapp
Para poner a pensar a los políticos

Esperanza para los hondureños

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Poca atención le dimos en enero de este año, al informe anual de la organización Transparencia Internacional, donde se revela que Honduras está catalogado entre los países más corruptos del mundo, cayendo en el ranking mundial 14 posiciones entre el 2018 y 2019 y 35 desde el 2015. Luego que los noticieros anunciaran la primicia, las discusiones y reflexiones sobre el asunto fueron más bien someras, prolongándose no más allá de lo que normalmente dura un reportaje de un accidente de tránsito cualquiera: un par de horas. Luego apareció lo de la pandemia y todo se fue al carajo.

Este tipo de noticias tienen un efecto directo sobre el espíritu nacional: crean desconcierto y desilusión hacia la autoridad, a pesar de contar con un cuerpo de leyes muy bien establecido como es la Constitución, pero carente de esa fuerza conjuntiva que significan los valores y los principios que los miembros del poder deberían observar en sus actos como servidores públicos que son. Los valores y el respeto hacia las leyes funcionan a la manera de un “pegamento” social como dicen los sociólogos funcionalistas. Pero el pegamento se desnaturaliza cuando los actos de los “mejores” -como diría Platón al referirse a políticos y líderes-, se apartan de los principios legales y de los valores nacionales que se establecen, precisamente para robustecer el respeto que debe predominar en cada faceta de nuestras vidas. No podemos apelar a un llamamiento a la “unidad nacional” mientras los que nos dirigen corrompen la materia prima sobre la que se erige la discutida unidad, es decir, los valores morales y los principios éticos que la sustentan.

Un país puede escribir las leyes con la tinta de la probidad, pero si sus líderes las corrompen, se convierten en fríos letreros y en simples prescripciones sin ningún significado para los individuos. Los resultados son nefastos: en la percepción de los ciudadanos, los códigos pueden quebrantarse en cualquier momento, y los pactos y acuerdos, por tanto, se tornan vulnerables sin que los infractores experimenten el mínimo resquemor hacia las consecuencias legales. Las repercusiones sociales de estas apreciaciones ciudadanas, una vez internalizadas en la consciencia, pueden ser fácilmente imaginadas. Así, ningún fallo o sentencia, ningún recurso de amparo o ninguna querella interpuesta tendrá los efectos positivos para quienes confían en la justicia e imparcialidad del sistema.

Nuestros antepasados del siglo XIX muy a pesar de la injusta segregación racial a la que fueron sometidos, se encontraban vinculados por los valores insuflados por la moral católica. El pegamento social del que hablan los sociólogos funcionalistas era la doctrina eclesial hecha cotidianeidad. Esa doctrina ha comenzado a perderse justamente cuando los valores han entrado en una etapa de entropía axiológica al romperse todos los esquemas morales que nos mantenían más o menos unificados. Y a esa causa ha contribuido, en gran medida, el poder político cuando los líderes que lo personifican trastocan las leyes que se les ha encomendado para proteger a los ciudadanos.

Diluido el pegamento que nos mantenía unidos hasta hace un par de décadas, les corresponde a los políticos aún impolutos y líderes de toda especie, comenzar un nuevo proceso de reconstrucción moral para salvar la escasa credibilidad que resta, por mera supervivencia nacional. Nadie sabría por dónde comenzar, pero se inicia con la proclama y el ejemplo; con el castigo y la recompensa, y con la eliminación de los infractores que han perdido la integridad en sus puestos por egoísmo y avaricia.

Para recobrar la legitimidad perdida, los políticos y sus partidos deberán esforzarse honesta y responsablemente en zanjar las diferencias que separan cada día más al poder de la sociedad civil. Y eso solo se logra cuando existen pruebas contundentes que avalen la sana intención. No hay otra forma.

Más de Columnistas
Lo Más Visto