SÍ, CÓMO NO

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30 de octubre de 2020
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12:51 am
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SÍ, CÓMO NO

YA se salvaron los chilenos. Por fin se sacudieron la Constitución que les dejó Pinochet. De ahora en adelante –con todo lo que allí cambiaron y agregaron– van a comenzar a crecer y a progresar y a distribuir los beneficios del progreso como Dios manda. (Dicho sea de paso no es tan exacto que haya sido el dictador quien hizo la Constitución que acaban de abolir. Esa fue la que redactaron las fuerzas políticas chilenas después que el NO ganó el plebiscito que sacó al dictador del poder). Lo raro es que con las leyes anteriores Chile ya era modelo y referente regional. Ofrecido como ejemplo de éxito no solo en el hemisferio –para envidia de los otros países hispanos– sino del mundo entero. Hasta que las calles se calentaron por un moderado aumento al pasaje del transporte público.

Ese fue el momento cuando se percataron de las profundas e insoportables inequidades sociales, que no habían advertido durante todos esos años anteriores de avance democrático, de crecimiento económico y de relativo bienestar social. Chile, transitó del desahucio a la superación gradual y paulatina que la fue sacando de los terribles males que aquejan a todas las naciones latinoamericanas. Dio envidiable demostración de logros en lo económico, lo político, lo institucional y lo social. De la dictadura opresiva pasaron a la alternancia democrática en el ejercicio del poder. De una inflación desmesurada a cifras del 5% en años recientes. Cuadruplicaron el ingreso per cápita, y pudieron reducir los guarismos de pobreza del 45% al 8%. La pobreza extrema aun menor, apenas el 2.5%. Con un crecimiento impresionante de la clase media. El acceso a la educación en todos los niveles y a la salud en todos los estratos creció exponencialmente. Bajos indicadores de desigualdad. Sin embargo, nada fue suficiente. Pese a que el país daba –entre todos los países del entorno– las mejores muestras de desarrollo humano, no bastó. Los chilenos sintieron, de repente, en el fondo de su comodidad o de sus molestias, la sensación de no ser suecos o noruegos. Demandaron, entonces, del Estado la magia de producir lo inmejorable. Proveer los recursos y beneficios que les hacían falta para alcanzar lo óptimo. Comparable a ninguna otra parte del mundo. Nadie hasta ahora –que sorprendidos indagamos sobre qué fue lo que desencadenó la convulsión sufrida por la nación suramericana– pudo ofrecer explicación sensata de semejante estallido de intolerancia. Tanto de rechazo a lo institucional como de negación a lo que todos entendían como grandes éxitos alcanzados.

La interpretación más o menos es como sigue: Un persistente tamboreo alentando la queja y la insatisfacción hasta hacerlas calar hondo. Una narrativa despreciando todo avance, sea modesto, mediano o grande. Entronizarlo en la opinión pública a fuerza de repetición. El reniego antisistema usado por políticos, sectores contestatarios al sistema, alguna clase intelectual y, por supuesto, los boca abiertas –más ahora que las redes sociales dan efervescencia a la inconformidad como canales de desahogo colectivo– que consigue separar la sociedad en “buenos y malos”. No hay quien no quiera hacer bulto –repicando sobre la piel tensada del tambor– alineándose con los “buenos”. Satanizar las fuerzas del mercado y el grosero modelo neoliberal. Ambas instigadoras del “capitalismo salvaje”. El desaliento que se apodera de la sociedad presumiblemente solo haría erupción bajo la atmósfera de un statu quo invivible. Pero no. Igual funciona en un clima de relativa abundancia. No hay forma de entender el espíritu latinoamericano, –como decíamos ayer– sin profundizar en las enraizadas causas de la dependencia. Escudriñar la histórica supeditación de vastos sectores poblacionales al paternalismo estatal y a las dádivas gubernamentales. No se pueden analizar patrones de conducta de las sociedades tercermundistas, partiendo de paradigmas solo aplicables a las naciones desarrolladas. Con raras excepciones, –y las hay en distintos grados y tonalidades– el conjunto latinoamericano evidencia un atraso estructural, una debilidad sistémica institucional y un espeso coctel de tradicionales complejos. “Despertó Chile”, festejaron los políticos de turno –dizque como marco de estabilidad– el triunfo del plebiscito y su nueva Constitución. Ahora las cosas serán distintas. Sí, cómo no.

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