Carritos de mango verde y de libros

MA
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15 de noviembre de 2020
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01:00 am
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Carritos de mango verde y de libros

Daniela Murialdo

Estoy en una ciudad amurallada del caribe colombiano que alguna vez fue asediada por piratas y corsarios. Cartagena de Indias. Esta vez, aunque llego con esposo e hijos, no porto una agenda familiar. Vengo con un plan firme: asistir a todo acto literario que aparezca. Se vive el “Hay festival”. Un encuentro de letras, música, cine y otras artes, que tuvo su origen en Gales y al que Bill Clinton, como buen exhippie, llamó el Woodstock de la mente.

A las dos horas de llegar, Leonardo Padura espera en el Centro de Convenciones. El Premio Princesa de Asturias de las Letras -el escritor cubano vivo “más conocido y querido”- habla. A su interlocutor le dice con ironía que Cuba se ha esforzado por hacer “un reparto equitativo de la pobreza”, pero le asegura que aunque su generación tuvo solo un par de zapatos, también tuvo una carrera universitaria. Nos cuenta en qué anda su detective Mario Conde y presenta su novela La transparencia del tiempo.

Como desborda simpatía, apuro a mi esposo a llegar primeros a la fila de firma de libros y voy trabajando una frase ingeniosa con la cual presentarme. Lo que no ocurre. Solo atino a contarle que venimos de Bolivia y que estoy encantada de tenerlo enfrente. Entonces descubro lo que es encandilarse con una risa escénica y lo que es decepcionarse por una mueca de agotamiento y molestia injustificada (no ha firmado más de cinco libros). Meto mi librito nuevo en la bolsa de tela con el logo del festival y me quedo con el extraordinario Padura de El hombre que amaba a los perros y no con el indiferente autor del malazo Regreso a Ítaca. Espero que haya escrito bien mi nombre en la dedicatoria.

Ya pasó un día y hemos palpado pura cultura. En las plazas hay música; las librerías –en las que uno puede sentarse a tomar un trago o un café- hoy cerrarán a las doce de la noche. Y mañana también. En las calles transitan los carritos ofreciendo mango con limón, sal y pimienta. Y otros carritos ofreciendo libros, que uno elige como si fuesen helados Frigo.

Hoy es la cita más importante del festival. Todos lo saben. Ha llegado desde Rumania Mircea Cărtărescu. Y por él estoy aquí. Por él he acarreado a mi familia. No tengo boletos para la charla que dará (se agotaron hace un mes), aunque me han asegurado que los revendedores rondan el lugar del acto durante las horas previas, pero que hay códigos que respetar si quiero que la operación no termine mal. Y como me he visto toda la serie Breaking Bad, sé que esto es como adquirir metanfetamina. Me aproximo al lugar, pongo una actuada cara de curiosidad frente al programa del evento, expuesto como menú de restaurante; luego miro a lontananza para publicitar mi frustración deliberada por no tener entradas. Se me acercan tres tipos y me llevan a un lado, hacen una puja y escojo al que me hace la mejor promesa (de eso se trata la vida). Me asegura que estará parado media hora antes en la esquina del farol con mis dos “tiquetes”.

Almorzamos un encocado y tomamos una cerveza Club Colombia. Pedimos al taxista que nos regrese al teatro Adolfo Mejía y el taxista responde que sí, que con gusto nos lleva al teatro Heredia. No, le corrijo, teatro Adolfo Mejía. Por eso, insiste él, al teatro Heredia. Pese a su calidez en el trato, comienza a exasperarme. Luego recuerdo que estamos en la tierra del realismo garciamarquiano y espero a que el conductor continúe con alguna frase esclarecedora, que finalmente llega: el teatro llevaba hasta hace poco el nombre del fundador de Cartagena, Pedro de Heredia. Pero luego, para desazón de muchos cartageneros -más dados al patriotismo que al arte-, adoptó el nombre de un músico reconocido de la zona, Adolfo Mejía Navarro. Donde el taxista finalmente nos desembarca.

A la hora acordada, se da el encuentro en la esquina del farol con mi dealer. Hacemos un intercambio velado por el que él me entrega mis dos tickets y yo le paso el dinero con sobreprecio.

Nos reciben los boletos en el ingreso mientras el sudor chorrea por nuestras frentes. Los 38 grados de temperatura se juntan con un temor parecido al que sintió el protagonista de la película Expreso de medianoche, traficando hachís desde Estambul. Los tickets tenían más posibilidades de ser falsos que de no serlo.

Ya habíamos estado en este teatro de estilo italiano antes. Aquí vibramos con una representación del actor mexicano Diego Luna, del poema Howl de Allen Ginsberg. Me había sucedido esa vez lo que al personaje de Meryl Streep en la parte final de Los puentes de Madison. Tuve que aprisionar mi mano al brazo de la silla para no saltar al escenario a besar al actor. Lo que quizás habría cambiado mi destino y no estaría yo escribiendo esto desde Mecapaca.

Nuestras entradas esta vez corresponden al “gallinero”. De modo que empezamos a escalar al tercer piso. La charla con Mircea Cărtărescu comienza. A los cinco minutos ya hay un público conmovido por el escritor de mirada afable y confiada. No le gusta que lo definan como escritor de la Europa del Este, pero es considerado el más importante narrador rumano de hoy. Nos relata que sigue escribiendo a mano y cómo aquello pone en aprietos a su editor.

Conocí a Cărtărescu por su libro de cuentos Nostalgia, con introducción de Edmundo Paz Soldán. Sí, el escritor boliviano. Ni cómo retrucar eso de que hay cochabambinos en todas partes…

Llega la ronda de preguntas y corro escaleras abajo para arrebatar el micrófono. Le pregunto si es real la historia de la compra frustrada de sus primeros jeans, narrada en su obra autobiográfica El ojo castaño de nuestro amor. Y aprovecho para consultarle sobre su adicción al Nescafé. Él ríe y le confiesa a su audiencia que sí, que la anécdota es real y que ya no es adicto.

La espera para el encuentro con el rumano (que ahora firma libros) tarda casi dos horas y él no abandona su sonrisa. Peores cosas le han pasado. Ha escrito que ha madurado, estudiado y amado entre ruinas… Ya a pocos pasos de la mesa comienzo a hablar con su representante literario. Un español que evoca una reunión de editores en Madrid entre los que estaba un editor boliviano “muy guapo”, de cuyo nombre no se acuerda. Le pregunto si se refiere a Fernando Barrientos de la editorial El Cuervo, y me contesta que cree que sí. En ese momento recuerdo que cuando escribí una crónica sobre la Feria del Libro mencioné que me había topado con un editor “muy churro para ser editor”. Y que al día siguiente ya se había formado un minicolectivo de editores reivindicando sus cualidades estéticas.

Finalmente tengo a Cărtărescu frente a mí. Me mira y en tono de graciosa aceptación me dice: “You are that lady!”. Me tomo una foto con él, lo abrazo y salgo como adolescente con mi ejemplar firmado pegado al pecho. Debo reencontrarme con mi familia, que a estas alturas del festival ya no espera nada de mí.

Tengo butacas para la entrevista al español Manuel Vilas de esta noche, pero mi ánimo ya está pletórico y no hay espacio para más. Ahora me toca revender. Dado el riesgo de la hazaña le pido a mi hijo de 1.84 de altura que me acompañe (el de 90 cm. no sirve para esto). Mi posición es favorable pues estoy dispuesta a bajar el precio al máximo, lo que puede ser considerado (y ciertamente es) competencia desleal por esos corpulentos más dados al negocio. Veo a una señora que se acerca a la boletería del teatro, me formo detrás de ella con mi hijo flanqueándome. Le susurro que le vendo dos por una. Acepta. Entramos un poco más y cerramos la transacción. Salgo sigilosamente con mi guardaespaldas. Con lo recibido nos vamos a tomar un ron a una librería ahí cerca. Mientras, escuchamos música barroca que se confunde con los gritos de unos vendedores ambulantes ofreciendo mangos con limón, sal y pimienta; y de otros ofreciendo libros.

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