Primeras visitas a la Biblioteca Nacional

MA
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15 de noviembre de 2020
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01:56 am
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Primeras visitas a la Biblioteca Nacional

Las mascarillas y otros trilemas

SEGISFREDO INFANTE

Hoy anhelo estar nostálgico. Añorante. Quiero recordar 1972, cuando ingresé al primero año de “Ciclo Común de Cultura General”, en el viejo Instituto Central “Vicente Cáceres” de Tegucigalpa. Mi profesor de castellano, de apellido Paredes, me entusiasmó en dirección a que participara en un reñido concurso de oratoria (¿frente a doscientos competidores?) y, más tarde, como dramaturgo y director, en un festival de teatro intercolegial. En ambos eventos triunfamos absolutamente. Sin embargo, siempre tuve la sensación de ser un mal orador, con algunas potencialidades de escritor.

Mis lecturas previas se limitaban, en mi niñez y preadolescencia, a un poema de Guillén Zelaya; a otro de Ramón Rosa; a “Reír Llorando”; a una Dramatización de José Cecilio del Valle; a la “Oración del Hondureño” de Froylán Turcios y sus cuentos que publicábamos en la Revista “Pensamiento y Acción” de Miguel Ángel Osorio; a la “Biblia” que me había obsequiado mi abuela materna cuando yo tenía nueve años; a ciertos poemas dispersos de Juan Ramón Molina; a un libro de poesía romántica que accidentalmente había caído sobre mis manos en una estadía transitoria de siete meses en San Pedro Sula, mi ciudad natal, hoy por hoy inundada de tragedia por los efectos de la Depresión Tropical “Eta”; a una colección completa de la revista “Vidas Ejemplares”, a la cual tuve acceso en el viejo Mercado “Los Dolores” de Tegucigalpa; a una rara edición del “Quijote de la Mancha” ilustrada por Gustav Doré; y a una que otra cosita que me había facilitado, indirectamente, algún profesor de primaria. Claro, como me era imposible comprar libros, devoraba casi toda lectura fragmentaria que pasaba frente a mis ojos, inmediatamente.

Siempre me fascinó visitar las salas de los cinematógrafos desde que era niño; mi padre, oriundo de Cádiz, España, y un tío político materno de origen olanchano, habían sido administradores o gerentes de cine; de ahí tal vez devino mi pasión tempranísima por el “Séptimo Arte”. El caso es que cuando tenía un lempira que me “sobraba”, salía del Instituto Central, como a las seis de la tarde, hacia el Cine “Variedades”. Sin embargo, como la Biblioteca del Instituto Central era “malísima” en ese tiempo, me detuve, una sola vez, frente al mencionado cinematógrafo a observar la parte externa del edificio de la “Biblioteca y Archivo Nacionales de Honduras”. Con toda timidez entré por un largo pasillo.

Le pregunté a una señorita que si acaso me podían prestar un libro. Ella me dijo que buscara en el fichero y que le presentara mi carnet de estudiante. Le contesté que no tenía ninguna experiencia en esos asuntos. Pero que podía nombrar los títulos que me interesaban. Entonces me sugirió que los nombrara. Y he aquí mi sorpresa de aquel inolvidable año 1972. Muchas cosas he olvidado en el decurso de mi existencia. Pero aquella historia específica no la pierdo jamás. Recuerdo haber mencionado por lo menos cuatro textos: 1) La “Ilíada” de Homero. 2) “Poema de Mío Cid”; el originario. 3) “Tierras, Mares y Cielos” de Juan Ramón Molina. Y 4) Una “Historia de la Revolución Francesa” de Louis Blanc.

Le repregunté a la joven bibliotecaria que cuál de los cuatro textos me podría facilitar. Me contestó que los cuatro, al mismo tiempo. No encontraba la manera de comenzar con uno. Así que me dediqué a hojearlos todos. Quedé sorprendido con el enorme formato del voluminoso libro de Louis Blanc, editado en español como a mediados del siglo diecinueve. A las nueve de la noche tocaron una campanita para despedirnos. Devolví los libros. Al día siguiente por la tarde me olvidé del cine y me dirigí nuevamente a la “Biblioteca”. Entonces fui directo al fichero. Pero la misma señorita me llamó por mi nombre: “Segisfredo, aquí están sus cuatro libros”. No podía salir de mi juvenil asombro. Así que comencé a leerlos uno por uno. Casi todas las noches, y luego los sábados en el día, visité aquella “Biblioteca” desde mediados de 1972 hasta mediados de 1973, en que por causa de un colapso nervioso tuve que abandonar mi querido colegio. Como al mismo tiempo era un líder estudiantil natural, los murmuradores de siempre lanzaron toda clase de conjeturas, que ni remotamente se aproximaban a la verdad. Un médico me aconsejó que me fuera para un pueblo de Olancho a reposar un tiempo prudencial. Pero con el vino de coyol, y otras bebidas fermentadas, me fue imposible recuperar la salud, hasta que llegaron un par de amigos a rescatarme.

Debo repetir una vez más que en aquel concurso de oratoria de 1972 me premiaron con diez o veinte textos de autores hondureños (mi primer lote personal de libros) y una edición facsímil del manuscrito relacionado con el fusilamiento de William Walker, que nunca he podido conseguir de nuevo. Durante aquellos lejanos días comenzó mi verdadera trayectoria de lector impenitente.

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