Alba Alonzo de Quesada

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22 de noviembre de 2020
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12:18 am
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Alba Alonzo de Quesada

Por: Olvin E. Rodríguez
Exalumno

En el inicio de mis estudios en la Escuela de Servicio Social en 1966 conocí y recibí el trato deferente de una persona; una mujer excepcional y una profesional a la que docentes y estudiantes la tratamos como doña Alba (quien ese nombre le puso, sí había visto amanecer) y a quien desde el primer contacto vi y seguí como a un ser excepcional.

A doña Alba le debo muchísimo profesionalmente, pero sobre todo le aprecio por esa gran humanidad que transmitía y contagiaba. Como toda gran maestra, estuvo siempre con sus discípulos; nunca buscó medallas; libró sus batallas sin publicidad ni ostentación, sin agendas ocultas. No trabajó en invernaderos y no hizo nada que no pudiera publicarse a los cuatro vientos. Tampoco respondió a los clamores de los malvados, ni a los ultrajes de los ingratos; sabedora que no se puede cimentar nada con enredadores y charlatanes u oponiendo a unos contra los otros, sino ejerciendo una acción igual para todos. Se dedicó a liar y fundir los elementos contrarios y los intereses opuestos que dividen a Honduras. Jamás alentó esa necesidad colectiva de crear ídolos. Nadie se atrevería a negar que tal fue su conducta mientras ejerció alguna influencia en la administración pública, por eso ahora quiero contar de ella lo que no se ha contado.

Creadora de un mundo propio, fue una apasionada defensora de la justicia, la equidad, la no violencia y los consensos. De las primeras profesionales surgidas del rico mundo de nuestra Facultad de Derecho de la UNAH, indagó incansable en los misterios y secretos del derecho; una mujer expansiva y muy presente en la vida pública hondureña que nos deja tras de sí la reputación de ser una académica, creadora, lucida, inteligente, de un cerebro incansable, siempre activo y capaz de reversar las posiciones más conservadoras. Defendió sus posiciones con el ardor de la victoria, pero sin deseo de venganza; siempre estuvo dispuesta a evolucionar y transformar a los demás con planes y proyectos luminosos, con un entusiasmo contagioso que nos dejaba con la boca abierta. Un ser excepcional por varios motivos; una persona jovial, con un sentido de la justicia envidiable, afable y llena de energía, cuya especialidad fue lanzarse sin red a escrutar el enigma de las actitudes, de los inextricables recovecos de la mente humana y de procurar remover con fuerza la suciedad que allí habita para sacarla a la luz, pero nunca con la intención de moralizar, sino como una entomóloga, de investigar sobre ella y dejar que los alumnos, en una evidente señal de respeto a inteligencia, nos juzgáramos e incluso nos autocriticáramos.

Con su mirada, capaz de descubrir siempre un ángulo o un detalle que los demás no veíamos. Con una fortísima personalidad y un discurso propio, en doña Alba no existían las medias tintas. Como ministra de Trabajo manejó los asuntos con autoridad, es cierto, pero detestaba la opresión de los trabajadores; mujer de firme valor, de una tenacidad notable, cuyo talento como funcionaria aumentaba en la medida en que aumentaba el peligro, y que, vencida, se encontraba siempre dispuesta a volver a empezar como si hubiese sido vencedora. Su genio consistió en que nada le pareció imposible.

Como miembro de la Comisión de Transición de la UNAH actuó con la reserva de una académica prudente y la sobriedad de una anacoreta; con gran habilidad, carácter tenaz y decisiones rápidas, dispuesta a comprometerlo todo por defender unos principios.

Se ocupó en desenredar todo género de intrigas y se complacía en calmar los resentimientos, en apagar las pasiones, en acercar a los universitarios. Desengañada de todo, se ubicó muy alto sobre todas las miserias, sobre todo el falso resplandor de las grandezas y, al concluir su mandato, volvió a la vida privada, con un cierto contento y felicidad doméstica, cuya dulzura me había acostumbrado a saborear aún en medio de los más importantes asuntos.

Podría hacer una lista necesariamente incompleta de sus cualidades y virtudes, pero de todas me quedo con una, la misma que la define como persona y que la llevaba sin duda en la sangre: su honestidad. Esa que siempre le posibilitó superar el sesgo inevitable y no perder el norte de la objetividad; fue capaz de revelarse contra toda injusticia en una época en que la consigna, en medio de la descomposición de las clases superiores, era manipular. Esa honestidad insobornable y a prueba de bombas es la que encontramos en su iluminante trayectoria.

Siempre orgullosa de sus dos apellidos: el de los Alonzo, una respetable familia tegucigalpense y el de los Quesada que correspondió a su difunto esposo, el ingeniero Arturo, quien como rector de la UNAH jugó un papel protagónico en la construcción de su arquitectura académica y física, en la evolución histórica del Alma Máter y que dejó tras de sí una imperecedera trayectoria. ¡Qué pareja!

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