Política, economía y huracanes

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30 de noviembre de 2020
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12:01 am
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Política, economía y huracanes

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Ningún habitante de ciudades como La Lima, Choloma y Villanueva, que haya sufrido los embates de las inundaciones causadas por los ríos Ulúa y Chamelecón, creería en la tesis de que los desastres ambientales se deben a la torpeza de los gobiernos que nos han regido en los últimos treinta años, por no considerar en sus agendas el tema del crecimiento poblacional y el desarrollo. Y con mucha razón: la gente cree en lo que se dice en las calles; guía su pensamiento más por los comentarios amarillistas de los medios informativos, que en los conceptos enmarañados proferidos por un teórico que no se ha mojado los pantalones en los lugares donde ellos han perdido todo. Lastimosamente, como pensaba Platón, hay que adentrarse en la cueva del conocimiento y dejar de ver las cosas a la ligera, sobre todo cuando la lechuza de Minerva alza el vuelo nocturno. En otras palabras, hay que decir la verdad tal como es, justo en los momentos en que todo se vuelve un caos que nos impide pensar con claridad.

Y he aquí que los países pobres están condenados a sufrir los desastres naturales, merced a varios factores que están alterando la relación entre la naturaleza y la forma de concebir el desarrollo económico y social en el Tercer Mundo. Es decir, cuando los medios amarillistas señalan a los pobres como causantes del deterioro ambiental, no pueden percibir que las desgracias ambientales provienen de causas más profundas y subterráneas que parecieran no guardar relación con la destrucción de comunidades y estructuras productivas, tal como ha sucedido en el norte del país en los últimos días.

Por eso me recordé del libro de Oswaldo Sunkel y Nicolo Gligo, “Estilos de Desarrollo y Medio Ambiente en la América Latina”, en el que los dos autores de la Cepal se atrevieron a establecer la conexión existente entre el medio ambiente, la pobreza, y los programas gubernamentales de desarrollo. Desde ese momento, los panfletos de las Naciones Unidas le dedicaron al tema, toneladas de papel y tinta para hacernos entender que el problema se vendría inminente si no considerábamos una política económica de largo plazo que considerase el crecimiento poblacional y los asentamientos humanos. Pero todo fue un anuncio para sordos y ciegos.

En toda el área productiva en que las compañías bananeras estuvieron presentes, la infraestructura construida se diseñaba ingenierilmente para recibir los embates de los ríos más grandes de Honduras. A pesar de las inundaciones de cada año, jamás hubo destrozos de edificaciones ni víctimas humanas qué lamentar, como sucede hoy en día. Es decir, no se trataba únicamente de casas construidas sobre polines de cemento, sino también de canales de alivio y bordos de contención dispersos ordenadamente por todos los ramales, desde La Lima hasta el puerto de Tela. Una vez que las fruteras disminuyeron sus operaciones en Honduras, las cosas cambiaron ostensiblemente. Desde ese momento, la población creció sin los cuidados ambientales que tuvieron los “gringos”, ubicándose en comunidades cercanas a los ríos ante el disimulo de los políticos que creyeron que, con ello, ganarían los votos a raudales. Es el mismo caso de la industria maquiladora que en los años 80, se convirtió en un polo de atracción para los migrantes internos, sin que, a cambio, ningún gobierno considerase los impactos ambientales que traería ese “boom” industrial en la zona norte. Mientras la población crece desmesuradamente, la planificación urbana, brilla por su ausencia.

Todo ello es una muestra palpable de la incompetencia de tecnócratas, economistas y políticos que únicamente estiman -como bien decía Henry Hazlitt en “La economía en una lección”-, las consecuencias inmediatas de una medida o programa, sin pensar en las repercusiones sobre un determinado sector. Pues bien: ahí están las repercusiones en el pujante Valle de Sula.

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