Goldstein, singular y valiente

MA
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26 de diciembre de 2020
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12:37 am
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Goldstein, singular y valiente

Juan Ramón Martínez

El domingo murió en Tegucigalpa Gilberto Goldstein, “Picho” para amigos y familiares, después de una vida generosa y una valiente lucha frente a una enfermedad rencorosa. Hijo de inmigrantes rusos, trabajadores y disciplinados, que hicieron de Honduras su patria definitiva, Gilberto y su hermano Jacobo, formaron una segunda generación caracterizada, por su amor ilimitado a Honduras, su cercanía a la población, su campechanía, voluntad de trabajo y sus contribuciones en la generación de empleo. Gilberto, el menor de los hermanos, murió a los 83 años, lúcido pero atrapado en un cuerpo, doblegado por una enfermedad degenerativa, frente a la cual, ejemplarmente, jamás se doblegó, o abandonó su sentido del humor.

No recuerdo cuándo oí su nombre por primera vez; ni cuando le vi a la distancia, aunque viví en Olanchito hasta los 22 años, SPS, era como Tegucigalpa, tan distante que, La Ceiba, era, el principio alcanzable del mundo inaccesible “ancho y ajeno”. SPS estaba más allá. Sí tengo presente que, en enero de 1990, visité por primera vez su casa, cerca de los cines Maya, en una calle paralela al bulevar Morazán. Era una reunión en que los futuros ministros del presidente Callejas, revisamos el borrador del discurso que el 27 de enero siguiente, pronunciaría Rafael Leonardo al momento de asumir el Poder Ejecutivo. El redactor del borrador era Francisco Cardona, futuro ministro de Gobernación. “Picho” Goldstein había sido escogido por Callejas para ser su secretario privado.

Como anfitrión, en una reunión donde no dejé de sentirme un poco extraño con algunos que serían miembros del “gabinete del cambio”, “Picho” intervino muy poco. Y con su sonrisa de amable anfitrión, se preocupó más bien porque cada uno nos sintiéramos a gusto en su casa. Posteriormente, mientras acompañó a Callejas durante los cuatro años de su gobierno, fue un gentil servidor público, cuya característica principal fue su sonrisa permanente, su cercanía fraterna y su vocación para resolver problemas, con todo lo que tenía a mano, sin arrogancia alguna y sin pretensiones.

Durante los 20 meses que formé parte del gabinete, nunca pretendió integrarse al mismo. Y, solo nos interrumpía brevemente, para susurrarle mensajes a Callejas, pidiéndonos disculpas por la molestia. Con Mario Rivera López, el asesor político, formaron una pareja en que mostraron sus habilidades y su disposición, para evitar lucir sectarios. Recuerdo que, en el escritorio de ambos, lucían con orgullo, sendas fotos con Fidel Castro, a quien en fechas diferentes y en la mayor privacidad, visitaron.

Las crisis políticas que se manejaron en esa administración, siempre encontraron sus principales protagonistas en la casa de Picho y su esposa Alice, el alero bajo el que se forjaron acuerdos. Eran otros tiempos, en los que no se temía confrontar ideas, debatir propuestas, porque se creía que, en el fondo, todos éramos hondureños que buscábamos lo mejor para Honduras. La conciencia colectiva todavía no había sido desbordada por el individualismo cerril que ahora, irrespeta la ley, viola la fraterna hermandad y destruye las vías del entendimiento, que señala el diálogo civilizado. En esas reuniones, en que algunas veces varios alzamos la voz y mostramos iniciales formas de enojo, el sentido del humor de Picho, orientaba con sus bromas y sus chistes, el regreso a los temas centrales.

En dos oportunidades más, una acompañado de Rodrigo Wong Arévalo, estuve en su casa en Las Lomas del Guijarro. Otra vez, solo, antes que la enfermedad –que ya había sido diagnosticada– le impidiera la comunicación que era el centro de su sentido del humor, me invitó a comer. Y para celebrar el encuentro, de dos seres humanos marcados por la amistad, me dijo que me invitaba para que tomara una sopa que, todos los que habían sido presidentes, disfrutaron a su lado. Le dije que, no quería ser presidente. Y no me creyó.
La última vez que lo vi fue en el Salón Cultural del Banco Atlántida.

La comunicación difícil, no dejó de ser siempre amena, con la broma inevitable. Su muerte, prevista e inevitable, ha sido un golpe para sus amigos y admiradores, entre los que me cuento. Pero también un orgullo, haber compartido con un hombre bueno, de gran sentido del humor y fundamentalmente, comprometido con las mejores causas por el desarrollo nacional. Paz a su alma y un abrazo para doña Alice y sus hijas.

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