Los “Minions” del Trans-450: “Nos mientan hasta la madre”

MA
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26 de diciembre de 2020
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01:45 am
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Los “Minions” del Trans-450:  “Nos mientan hasta la madre”

Claudia Mejía y Ericka Mendoza (en pareja).

Aguantan todo tipo de sandeces y se salvan a diario de morir atropellados. Cuando aparecieron en la ciudad vestidos de amarillo, no tardaron las burlas. “Los minions”, les decían, en recuerdo a los famosos bichitos amarillos y feos, vestidos de pechera de vaquero de la película “Mi villano favorito”.

Para los peatones, sin embargo, estos hombres y mujeres, de carne y hueso, son auténticos héroes y heroínas, que diariamente salvan vidas en el caótico tráfico vial de la capital. Se trata de los agentes de Orden Vial de la Alcaldía Municipal, quienes día a día se enfrentan a los verdaderos malvados de esta historia real: Los malcriados conductores, los malos salarios, las hostilidades del sol y las lluvias y hasta a algunos despóticos jefes.

Diseminados por la ciudad, estos empleados municipales se han puesto al servicio del pueblo, aunque su trabajo, casi siempre, es minimizado e incomprendido. Son más de 300 y se les puede ver en los puntos más álgidos de la ciudad, ayudando a cruzar a peatones de todas las edades, parando el tráfico a cuenta y riesgo de su seguridad personal y tratando de lidiar con los resabidos conductores, buseros y taxistas.

Desde las 7:00 de la mañana que empieza su jornada laboral hasta las 4:00 de la tarde, que termina, los “Minions” están desprovistos de todo tipo protección. Visten una gorra negra desteñida por el sol, camisa amarrila con el nombre Orden Vial en la espalda, pantalón negro curtido y zapatos gastados por el caliente pavimento. Colgado a su cuello, un silbato de poco alcance, que les exprime el último aliento fresco de sus pulmones, tratando de parar el tráfico y darles paso a los peatones sobre las rayas blancas del pavimento llamadas cebras. Casi siempre se pasan de hambre por la urgencia del trabajo o la precariedad de su salario. Sus historias son todas parecidas lo mismo que su labor, llena de incontables anécdotas y vejámenes callejeros de todo tipo.

TRABAJO CRUEL

Mendoza y Mejía controlando el cruce de peatones en las inmediaciones del proyecto Trans-450.

“El ambiente es difícil, más ahora con la pandemia”, dice Claudia Mejía, una joven trigueña de 25 años, cuya voz apenas se le escucha por el bullicio de los motores y cláxones de los vehículos que pasan. Son las 12:00 meridiano, el sol pica y el hambre muerde los intestinos para Claudia y su compañera de turno, Ericka Medonza, dos oficiales asignadas en un tramo del Trans-450, en las inmediaciones de Emisoras Unidas, sobre el bulevar Centroamérica. El tráfico ha disminuido un poco, con respecto a la mañana, pero las dos muchachas aún no comen.

Tienen sus pertenencias en la puerta de la inservible estación del que sería el transporte público insigne de la capital. Por esta caseta deberían estar subiendo y bajando pasajeros a granel, pero ahora está inservible y llena de grafitis, testigos mudos de las incontables marchas de la oposición política.

Por ahora, la caseta solo sirve para que Claudia ponga sus pertenencias y de vez en cuando se arrime a una de sus paredes a protegerse del inclemente sol. Madre soltera de dos hijos y residente en Altos de los Laureles, al sur de la capital, la joven lleva dos años en ese trabajo y hace poco fue trasladada a la caseta del Trans-450, como se le conoce entre ellos. Mejía ha dejado unos minutos para atender la entrevista y Mendoza, que anda unas gafas de aviador, le cubre su trabajo mientras tanto. “No todos los conductores son malcriados”, comienza relatando Claudia. “Lo más difícil aquí es el sol y la lluvia”, agrega. Lleva un diminuto tatuaje en el cuello y otros en los dedos de la mano que se los hizo cuando tenía 14 años, con un significado especial que no quiere revelar.

El chillido de unas llantas la sacan repentinamente de la entrevista. Voltea para ver que un conductor mal encarado ha frenado intempestivamente cuando su compañera paró el tráfico. Cuando pasa, el hombre profiere groserías innombrables, pero Claudia solo lo sigue con la mirada. Este episodio se repetirá varias veces, durante esta entrevista. “Si usted supiera cuánto nos dicen, son muy malcriados”, comenta. “Nos gustaría que los conductores entendieran un poco nuestro trabajo y sean prudentes cuando uno los va a parar”.

Claudia ha estado en el centro de la ciudad y la UNAH haciendo lo mismo. “Al principio nos decían las pollitas y los Minions pero hoy ya no nos molestan”, recuerda. Se despide amablemente y regresa a su puesto de trabajo.

Fidel y Fredy laboran en las inmedaciones del RNP, bulevar Centroamérica.

ANARQUÍA VIAL

Mendoza se acerca completamente sudada y con unos mechones rebeldes de su pelo enredados en su cara sin quitarse las gafas oscuras. Vive en la colonia Rodríguez, tiene 35 años y dos hijos. “Lo que más me gusta de mi trabajo es cuidar a los peatones”, dice seguido de un reclamo para los conductores: “Algunos son educados, pero los demás son malcriados, sobre todo, los buseros”. Ella cree que si todo mundo, tanto peatones como conductores, se levantaran con tiempo no tendrían que ir de prisa. “No respetan el paso peatonal, a nosotros nos insultan, pero nosotros estamos entrenados para no responderles, hay que tenerles mucha paciencia”, agrega. Por un momento, Mendoza busca con la mirada a su compañera Claudia. No la mira. El tráfico se revuelve orquestado por taxistas y motocicletas que quieren pasar primero como sea. A lo largo se puede ver a Claudia luchando por sacar debajo de un carro un cono anaranjado que ha sido arrastrado por un conductor “manudo”. “Eso pasa a diario, he visto hasta accidentes feos”, dice Mendoza.

En tan solo cinco minutos, el tráfico y los peatones han desbordado a Claudia, la anarquía reina en los dos carriles. Mendoza se despide y asume el control en su carril. A los pocos minutos, las dos mujeres han logrado restablecer el orden a punta de silbatos o interponiendo su propio cuerpo entre buses, taxis, carros particulares y motocicletas. Ahí seguirán hasta las 4:00 de la tarde, soportando las peores crueldades de su trabajo, desempeñado con estoicismo y con una lealtad ejemplar a sus jefes, que suelen pasar de vez en cuando para supervisarlas.

Unos 100 metros abajo de esta misma caseta del Trans-450, se encuentra Fidel Padilla y su compañero Fredy Rojas en las mismas funciones que las dos mujeres. A diferencia de ellas, laboran desde recién comenzado el primer período del alcalde, Nasry Asfura, quien los contrató como parte del plan para ordenar la anarquía vial en la ciudad con sus puentes, túneles y rotondas.

Fidel vive en Río Abajo, salida a Olancho, tiene 53 años, lleva un sombrero pequeño con un escudo de la Alcaldía Municipal, casi borrado por el sol y la lluvia. Fidel se queja también del vilipendio que sufren de parte de los conductores. “Hay que estar alegando con ellos, aguantar sus insultos”, dice de frente a una casa de pizza donde nunca ha entrado, a pesar que lleva años trabajando enfrente, porque no le ajusta el salario. “Otros nos gritan que pasemos rápido a los peatones y no toman en cuenta que a veces son de la tercera edad”.

En este punto, se han reportado múltiples colisiones y atropellos a peatones y hasta a los mismos agentes del orden vial. “La vez pasada, una compañera embarazada fue atropellada”, recuerda. “No tienen paciencia y cuando uno les reclama comienzan a pelear”. En la alcaldía los instruyen para tener paciencia, pero Fidel admite que a veces es imposible. “Tenemos que estar concentrados porque si uno viene bravo va a perder porque los buseros y taxistas le van a mentar hasta la madre”.

Con todo, cumple a cabalidad su trabajo por un salario de seis mil lempiras mensuales. “Gracias a Dios aquí seguimos, con los alegatos, las lluvias o el sol, a veces he escapado de ser atropellado, porque hay motoristas que no se pueden parar, aunque levantemos la mano”, dice Fidel, padre de tres hijos y una nieta. Justo en ese momento, un conductor le grita, “Nada están haciendo ahí”. Fidel lo sigue con la vista con ganas de alcanzarlo hasta que el carro se pierde una curva. “Así son”, señala impotente.

A todo esto, su compañero Freddy, ha estado lidiando con el tráfico. Tiene 53 años, tres hijos y vive en el barrio Casamata. Hace seis años comenzó este trabajo. Le toca cruzar mujeres con bebés en los brazos porque ahí está cerca el Registro Nacional de las Personas (RNP), profesores jubilados del Instituto de Previsión del Magisterio (Inprema) y afiliados del Instituto de Previsión Militar (IPM) .“Este trabajo es muy peligrosísimo y este punto es uno de los más complicados”, dice viendo a su compañero Fidel enfrascado en una discusión con un motorista. Se queja que los conductores no respetan las señales, ni siquiera los conos que están varios metros antes advirtiendo bajar la velocidad. “Más bien aceleran como queriéndonos echar el carro”, lamenta. “Ellos quieren pasar, se vienen a estacionarse a los pies de uno sabiendo que hay un cono, hay gente que platicando con teléfono y no se fijan”.

Un motociclista se para justo al alto que le hace Padilla.

En ese momento, una rastra de 18 ruedas se ha estacionado deliberadamente dejando la cebra a mitad del enorme furgón. “Mire, es lo que le digo, este hombre pudo hacer el alto antes de la cebra y no lo hizo”.

El agente de la Policía de Tránsito a esa hora brilla por su ausencia. Freddy regresa a su labor y su compañero Fidel le cede uno de los carriles, los dos hombres continúan estoicamente en medio del trajín de vehículos, cláxones y peatones despistados.

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