Víctimas de su propia trampa

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4 de enero de 2021
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12:20 am
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Víctimas de su propia trampa

Esperanza para los hondureños

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

“Los presidentes y los pañales deben cambiarse frecuentemente, ambos por la misma razón”, reza un eslogan en una pared de cualquier país de América Latina, y que se puede apreciar en una galería de imágenes políticas en Google. La irreverencia tiene un sentido de rebeldía, desde luego, pero obedece más a la realidad que a los arrebatos juveniles. Si bien la irracionalidad no es el mejor instrumento para medir las tendencias políticas, al menos sirven para encender las alarmas del razonamiento político, tomar las decisiones más sensatas y evitar males mayores en el futuro.

Cuando al ciudadano promedio se le habla sobre política su primera reacción es el rechazo, lo cual nos parece, desde todo punto de vista, de mucho sentido común. Desde luego que esa resistencia colectiva que prevalece en los resultados de las encuestas en toda la América Latina, tiene diferentes orígenes, principalmente de la percepción de que los partidos son instituciones exclusivas, sometidas al monopolio de un grupillo de personas que centralizan las decisiones sin una verdadera participación pluralista. Y luego viene lo del ejercicio del poder: puestos en los cargos de elección popular, a los políticos, por alguna razón -que más adelante explicamos-, se les “olvidan” las promesas de campaña, y, una vez más, las ilusiones de la gente, principalmente de los más pobres, se derrumban como un castillo de naipes. De modo que el rechazo se refleja en los niveles de participación ciudadana durante los periodos electorales, donde, en muchos de los casos, apenas llegan al 50 por ciento.

Pero ¿Por qué, a pesar de la desilusión, la gente sigue participando en los procesos electorales, si bien, ya no con el mismo entusiasmo de antaño cuando las elecciones se convertían en verdaderas fiestas colectivas?

Pensadores como Leonard E. Read creen que la respuesta radica en el nivel educativo que influye en las capacidades de razonamiento de las personas para saber ubicar lo “malo” y lo “bueno” de la política. Para el ciudadano promedio, los referentes de discernimiento siguen siendo los medios de comunicación y, últimamente, las redes sociales, y no el juicio crítico. En otras palabras, un bajo nivel educativo implica la admisión de verdades “enlatadas” que la gente hace suyas sin más ni más. “Si el ciego guía al ciego -dice Read-, ambos caerán en el foso”. Para Ricardo Homs, un asesor experto en campañas de imagen, los políticos juegan con las necesidades de la población, principalmente con los grupos de menores ingresos a quienes prometen sacar de su condición de desgracia a través de las instituciones de beneficencia, garantía fallida que se convierte en un ciclo vicioso de cada cuatro años.

Esto nos lleva a un problema cultural de muy difícil extirpación de las entrañas de la idiosincrasia latinoamericana: la creencia de que el Estado es una especie de arca -con chequera abierta- repleta de recursos interminables, disponibles para todo aquel sector social que los necesite a la hora que quiera. Este absurdo ha generado en el mismo Estado, en los partidos y en los políticos, -pero también entre los intelectuales, académicos y periodistas-, el convencimiento incuestionable, de la filantropía estatal es un deber históricamente ineludible y que nadie más se puede hacer cargo de los problemas sociales.

Con el paso del tiempo, la gente se percata que aquellas promesas no se cumplen, no solo por demagogia, sino por incapacidad e imposibilidad estatal. El Estado de bienestar redistribuidor, es solo un agente de transferencias de fondos y nada más: depende de los recursos provenientes de los impuestos para cumplir las promesas que los políticos en campaña inventaron en sus correrías. Pues bien: son esas trampas inventadas por los políticos las que han provocado el rechazo generalizado de la población votante, y la misma razón por la que la gente decide no depositar, con su voto, la confianza en los políticos.

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