Anthony Quinn y el imaginario griego

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10 de enero de 2021
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12:01 am
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Anthony Quinn y el imaginario griego

Por: Segisfredo Infante

Algunos de los sucesos más o menos felices acontecieron en nuestra infancia; y otros hechos aislados, en la adolescencia, principalmente en materia de cine y de lecturas que se encaminaron poco a poco hacia lo sistemático. En varios escritos he destacado mi cinefilia. Pero vale la pena aclarar que desde que desaparecieron los cinematógrafos del centro histórico de Tegucigalpa, he dejado de frecuentarlos. Muy a las cansadas visito las salas hipermodernas de cine, aun cuando trabajé en los “Cines Gemelos Maya”, considerados en aquel entonces (hablo de 1972-1973) los mejores cinematógrafos de América Central, tanto por la amplitud del milimetraje de un proyector en la “Sala Uno”, como por el alfombrado y otras parafernalias.

Por incomprensible motivo he dejado de lado algunas de las actuaciones estelares de Anthony Quinn. En verdad que me gustaban casi todas sus películas, aun cuando le asignaran papeles ordinarios. Pero algo inolvidable es que ciertas arquitecturas y paisajes griegos están asociados cuando menos a tres de los filmes de Anthony Quinn: “Zorba, el griego”, “Cañones de Navarone” y “The Greek Tycon” (que se tradujo como “El Magnate Griego” o “El Griego de Oro”). Como si fuera un pie de página podríamos añadir que la película “Las Sandalias del Pescador”, basada en la vida de un sacerdote ucraniano que llegó a convertirse en “Papa”, fue como la premonición de lo que habría de ocurrir con Juan Pablo Segundo (polaco) y con el Papa Francisco (argentino), quien participó, previamente, en la elaboración del documento de “Aparecida”, un discurso en favor de los pobres. Desde luego que la premonición originaria fue del novelista Morris West (1963), en cuya novela se basaron lo productores del filme.

Cuando pensamos en Grecia, imaginamos el Partenón; los teatros; el ágora de los filósofos y políticos; las calles por donde caminaba Sócrates seguido de sus discípulos; e incluso imaginamos la Academia de Platón y el Liceo peripatético de Aristóteles. Pero cuando observamos la geografía humana actual, en documentales y películas, observamos unos pueblitos blancos y lindos atrapados en un tiempo inmóvil, y entonces asociamos tales paisajes con la película de “Zorba, el griego”, con una historia cargada de romance, música lugareña, incertidumbre, chismografía y asesinato, con un desastre económico de una empresa sostenida por castillos en el aire.

En el fondo “Zorba, el griego” es una historia de amor y desencanto basada en una novela de Nikos Kazantzakis, titulada “Vida y Andanzas de Alexis Zorba” (1946), en donde se hilvana la narrativa, como nudo principal, de un pueblo costero sumergido en el más absoluto atraso, cargado de prejuicios religiosos y maledicencias, bajo la descripción de un novelista agnóstico. Nada que ver con la Grecia que solemos idealizar cuando pensamos en los poetas trágicos de la antigüedad europea (Esquilo, Sófocles y Eurípides), o en los primeros filósofos que descubrieron o elaboraron un cosmos abstracto, a base de lecturas, viajes, experiencias, cálculos, deducciones e intuiciones geniales, hasta llegar a Sócrates, quien humanizó completamente la gran Filosofía.

La película de “Zorba, el griego” la disfruté en mi adolescencia. En verdad me impactó, de tal manera que siempre que la veo de nuevo, en la televisión, sufro un poco, por los despilfarros monetarios del mismo Zorba y por las incomprensiones de un pueblo atrasado ante la historia de un verdadero amor. También es la historieta del derrumbe económico de toda una aldea que ha depositado sus esperanzas en un hombre mítico, quien además de trabajador es bullanguero; pero que nada sabe de administración de proyectos económicos, ni personales ni tampoco asociativos.

El individuo central fue perfectamente encarnado por Anthony Quinn, como sólo él sabía encarnar a los diversos tipos que le asignaban. Quinn era un hombre de una vitalidad extraña, que lucía solitario y como desorientado en medio de otras celebridades del “Séptimo Arte”. Importa muy poco que le hayan otorgado premios fabulosos o que lo hayan ignorado en el sinuoso camino de la vida. Lo que interesa es la capacidad y sinceridad del actor al momento de interpretar a sus personajes centrales. Me parece que su forma de actuar sólo es comparable con la de Yul Brynner, con la diferencia que Brynner gustaba exhibirse como un hombre arrogante; y Anthony Quinn era un hombre recio pero humilde, capaz de encarnar a personalidades opuestas, pero con una autenticidad de fondo, que lo hacía aparecer como un ente concreto en las películas.

Anthony Quinn, mestizo mexicano, había experimentado la pobreza extrema en sus años de niñez y adolescencia, y su carrera en el “Séptimo Arte” fue difícil. Pero como diría Froylán Turcios si viviera, se abrió paso “a puño cerrado”, hasta lograr protagonizar algunos de los más importantes roles de la industria fílmica. De hecho una de sus primeras esposas lo introdujo en el arte y la filosofía. Y aquí paremos de contar.

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