Asalto al Capitolio y a la Dama Libertad

OM
/
11 de enero de 2021
/
10:24 pm
Síguenos
  • La Tribuna Facebook
  • La Tribuna Instagram
  • La Tribuna Twitter
  • La Tribuna Youtube
  • La Tribuna Whatsapp
Asalto al Capitolio y a la Dama Libertad

Por: Iris Amador

Iris Amador

Es un sitio muy querido para mí, no solo por su belleza, sino porque tuve el honor de trabajar en él por seis años.

El Capitolio de los Estados Unidos es uno de los edificios más hermosos en Washington, D.C.  Su diseñador se inspiró en el museo del Louvre y en el panteón de París para crearlo. Y aunque ya no es el centro geográfico del distrito federal, es el punto central donde se demarcan los cuatro cuadrantes en que se divide la ciudad y donde inicia la numeración de sus calles.

Desde cualquier lado que se vea, luce imponente. Su insigne domo se ilumina del crepúsculo al amanecer todos los días del año. Sobre él, una enorme estatua de la señora Libertad se mantiene de pie desde 1863, cuando la colocaron como pieza cumbre de la obra arquitectónica. En su mano derecha sostiene una espada envuelta en un pañuelo, en señal de que prefiere no pelear, aunque sabe defenderse; en su izquierda, sostiene un escudo representativo de las 13 colonias y una corona de laurel, símbolo de victoria.

El edificio no solo es bello por fuera, está repleto de arte. Sus paredes están impregnadas de historia. Cuando Samuel Morse envió su primer mensaje telegráfico en 1844, lo hizo desde una de las habitaciones del edificio. Adentro se pueden observar estatuas, arte en relieve y cuadros inmensos comisionados en 1817. Son lindos hasta los mosaicos de sus pisos, elaborados con baldosas Minton instaladas en ese mismo siglo.

El espacio más impresionante es la rotonda, debajo del domo. Con más de 180 pies de altura, es el corazón simbólico y físico del Capitolio. Si al espectador le parece reminiscente a Italia, es porque Constantino Brumidi pintó los frescos en su interior, así como en corredores y múltiples salones. Brumidi llegó al país a los 47 años, huyendo de ser encarcelado en su nativa Italia cuando todavía no era una república. “Mi ambición única es vivir lo suficiente para embellecer el Capitolio del país en el cual hay libertad”, habría dicho.

Es un sitio muy querido para mí, no solo por su belleza, sino porque tuve el honor de trabajar en él por seis años como secretaria de prensa de dos comités y vocera en español de un senador. Aunque recibe la visita de más de tres millones de personas al año, cuando no hay pandemia claro, hay espacios tan respetados, como el seno de las cámaras, donde no se puede ingresar, solo a las graderías, como espectador.

El seis de enero, ver por televisión el ataque de la turba pro-trumpista a la sede del poder legislativo me dejó atónita. Sentí miedo por las personas realizando sus labores adentro. Temí por la vida de legisladores y reporteros que cubren la fuente. Pensé en el pavor que habrían sentido amigos prestando sus servicios en la cafetería, muchos de ellos latinos. Me indigné por los empleados que tendrían que limpiar la sangre, la basura, los orines y el excremento que los insurrectos habían untado en las paredes. Además, los expusieron al coronavirus por su resistencia al uso de mascarillas. Al menos eso está haciendo más fácil ubicarlos y arrestarlos.

Crónica anunciada

La agresión no sucedió en un vació. En muchas maneras fue la crónica de una insurrección anunciada. Seguidores presidenciales de alto calibre habían dicho públicamente que sus aliados tenían que rebelarse y rechazar los resultados legítimos de la elección. La noche antes del motín, un comentarista ultraconservador había dicho a la muchedumbre que algunos de ellos, más no él claro, perderían la vida; pero que arremetieran porque estaban cumpliendo una voluntad divina.

El miércoles por al mañana, muchos formaban círculos de oración para detener la certificación y según ellos, revertir el resultado. En videos se les ve sosteniendo pancartas con lecturas bíblicas, convencidos de la validez de sus teorías conspiradoras, creencias y aspiraciones para retener el poder como fuera. Se muestran aferrados a delirios y alejados de todo pensamiento crítico. “Las mujeres pertenecen en la cocina” leía el cartel de una protestante, sin reparar en la ironía de estar ejerciendo el derecho de expresión, muy distante de la suya.

“¡Hagamos un juicio por combate!” gritó un abogado del gobernante a los participantes, horas antes. “Va a ser salvaje” había declarado en un tuit el presidente, previo a la cancelación permanente de su cuenta. Y lo fue. Realmente lo fue. Para cuando acabó el día, cinco personas habían perdido la vida, todos simpatizantes del mandatario, incluyendo el policía al que miembros de la turba golpearon en la cabeza con un extinguidor de incendios.

Querían hacerle daño a Nancy Pelosi, del partido contrario. Quizás matarla. La fueron a buscar a su oficina, donde sus asistentes se habían trancado en un cuarto. Apagaron las luces y se escondieron debajo de una mesa por dos horas en silencio, mientras afuera unos atacantes destrozaban la sala de espera y otros trataban de tumbar la puerta que los protegía. Querían ahorcar al vicepresidente, de su mismo partido. Afuera habían instalado una horca temprano, como si fuera lo más natural del mundo. Como Frankenstein, los monstruos se dan vuelta para atacar a sus creadores.

Aunque la embestida impactó a todos, no fue sorpresa para muchos, sino el resultado de una cadena de agresiones y abusos que no fueron reprobados en su momento. Al contrario, vez tras vez fueron minimizados y excusados. Fueron tolerados y dejados pasar como insignificantes, aunque fueran graves. A quienes dijeron que eran faltas serias, se les tildó de exagerados.

Cuando el mandatario era candidato y salió una grabación en la que él admitía agredir a las mujeres sexualmente, sus partidarios dijeron que eran nimiedades. Cuando se burló de una persona discapacitada, no se incomodaron. Cuando por disposiciones suyas arrancaron a niños, incluyendo a bebés lactantes, de sus madres migrantes, desde el podio de la Casa Blanca dijeron que era bíblico. De principio a fin, desde púlpitos lo respaldaron.

¿Ven por qué es importante que se respete la separación entre un estado y cualquier iglesia? Prevenir las injusticias en contra de quienes no comparten creencias es una de las razones principales; evitar preferencias para quienes son de su círculo es otra. Un estado no tiene que tener ciudadanos favoritos, en países que nos llamamos democracias y no teocracias.

Cuando se le hizo un juicio político por tratar de extorsionar a Ucrania, senadores de su partido lo absolvieron. Que ya había aprendido su lección, dijeron. Cuando en pandemia sostuvo recepciones y concentraciones sin medidas sanitarias, asistieron. Cuando amenazaron de muerte a la gobernadora de Michigan, no la defendieron.

Lo que se permite se repite

Cada vez que se ignora una agresión, una amenaza, una injusticia, tengan por seguro que se les abre la puerta a otras más grandes, más severas y más nefastas. Esto aplica en contextos políticos y en contextos privados y personales. La permisividad da un mensaje tácito a los agresores de que su comportamiento es aceptable. Quienes cometen violencia intrafamiliar, por ejemplo, dañan a sus víctimas cuando no se les detiene a tiempo. Agreden y como no hay consecuencia, hacen algo peor.

Actuar como si nada ha pasado es una forma de herir a la persona de nuevo.

Pero cuando algo, o alguien, es precioso para uno, los maltratos, insultos, golpes, daños y los abusos a ellos, nos duelen. Nos importan. Queremos detener la destrucción, el sufrimiento, las heridas y el miedo que causan. Hacemos nuestra parte para evitar que les lastimen más y que las injusticias se multipliquen.

En EE. UU. cientos de legisladores han comunicado sus intenciones de señalar culpables y deducir responsabilidades por lo ocurrido, no porque falte poco o falte mucho tiempo para un cambio de gobierno, sino por principio. Porque es lo justo. Porque no pueden ser indiferentes. Están conscientes que si no hacen nada quedarán en la historia como haber permanecido de brazos cruzados cuando se quiso ahorcar la democracia.

Los que por el contrario piden que se ignore y se deje pasar, no quieren unidad, quieren olvido para minimizar la seriedad de la agresión y su papel en ella. Son como el agresor doméstico que pide calma para que no lo denuncien o para que otras personas no sepan cómo es, pero que en otra oportunidad volverá a poner sus manos en el cuello de su víctima o la volverá a empujar o con más fuerza la golpeará otra vez.

Ruth Ben-Ghiat, historiadora del autoritarismo, dice que si no hay consecuencias severas para toda persona que respaldó el ataque al Congreso, sea funcionario, legislador o policía que colaboró con los atacantes, los disturbios se intensificarán.

Lo que se permite se repite. Esto aplica para seres humanos y para beneficios intangibles como los que otorga la dama Libertad. Toca detenerse a preguntar cómo está ella, ver quién la ha herido y tomar medidas para protegerla. Que no sea solo ella la que de y la que sirva. Los favores, las atenciones, el cuidado y el aprecio, para que cualquier relación sea justa, tienen que ser recíprocos.

[email protected]

Más de De Todo Un Poco
Lo Más Visto