Nuestra emancipación: si nos dilatamos, el suelo se habría llenado de sangre

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13 de febrero de 2021
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12:38 am
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Nuestra emancipación: si nos dilatamos, el suelo se habría llenado de sangre

Por: Juan Ramón Molina

JUAN RAMÓN MOLINA
El viejo sol del siglo XVIII, envuelto en nubes de sangre, habíase hundido en el piélago de los tiempos, remontándose en el horizonte de la humanidad el sol del siglo XIX.

Era el año de 1821. En medio de las aguas del turbulento océano Atlántico, bajo el cálido soplo de los vientos marinos, el arrullo de las borrascas y al son de la estupenda música de los truenos, cerca de los soñolientos sauces de las riberas, contemplando el cielo mudo y el mar rugiente a sus pies, midiendo el huracán por la ráfaga que le azotaba los cabellos, el universo por el grano de arena que hollaba su bota, el océano por la gota de agua que resbalaba en el peñasco, el pasado fulgurante por el presente sombrío, siguiendo con la vista el vuelo de las nubes y el remolino de las olas, lejos de los pueblos y cerca de los abismos, lejos de los templos y cerca de Dios, hablando a la espuma, al escollo, a la noche, al horizonte, al infinito, se moría un hombre de pequeña estatura, de faz marmórea y ojo de águila, a quien llamaron sus soldados El Cabito, y el mundo de Napoleón I.

Este hombre tenía que purgar un gran crimen: el haber encadenado a Europa, razón por el cual Europa le tenía encadenado a él. Y allí, en el islote de Santa Elena, sobre el árido peñón, lejos del torbellino de los sables y del rugido de los cañones, frente a la coalición europea por las olas y flagelado por los vientos oceánicos.

Al morir Napoleón, Europa reposaba en los enervadores brazos de aquella tenebrosa liga que se llama la Santa Alianza. Cuando se unen los déspotas, tras las catástrofes sociales, algo inicuo y criminal se pacta entre ellos, contra los indefensos pueblos que gobierna. Y la Santa Alianza escondida tras los tronos agujereados por las balas francesas, al amparo de la reacción monárquica y sacerdotal que inundaba otra vez a Europa como una marea de sombras, estaba dispuesta, esgrimiendo el puñal de dos dilos, a clavárselo en el corazón a la República, si surgía de nuevo de entre la catástrofe del Imperio, soltado en Waterloo por las águilas napoleónicas, las cuales huyeron a la desbanda a París, envueltas en el humo de la derrota, bajo un cielo en deslumbrados relampaguee y sobre la tierra en convulsión.

Matternich -La Santa Alianza encarda- funesto como una epidemia y astuto como una zorra, hilvanaba en su cerebro aquella perversa política que reducía a cero la liberta de los pueblos, la liberta comprada en el pasado, con tres millones de cabezas. El prusiano se engañaba, engañando a los autócratas coaligados. Cuentan de Jerjes que en un momento de vanidad y de colera estúpidas, mandó a sus soldados que azotaran con cadenas el mar embravecido; el loco del rey persa no se imaginaba tener; a través de los tiempos, un imitador en Matternich, que trataba de azotar con sus oxidadas ideas medievales, el mar de luz del siglo XIX.

El cansancio que invade a Europa después de 1815, no es más que el momentáneo cansancio de la Revolución Francesa. El 93 no dormía: dormitaba el sable a la derecha. Montado había recorrido toda la Europa. De Bélgica a Italia y de España a Rusia, estaban grabados los cascos de su corcel de batalla, sobre la tierra ensangrentada. El imperio había sido su apogeo de gloria. Napoleón era imagen del 93, convertido en soldado conquistador, acuchillando al derecho divino, sentándose en los tronos, humillando a los reyes ineptos y medrosos. Vencido el formidable corso, los déspotas europeos creyeron muerto aquel ideal batallador y batieron palmas frenéticamente. ¡Alegría de los gansos viendo caer a las águilas! El vencedor de Jena no era 93, sino que lo representaba. Después que se desplomó él, la revolución se trasladó a España y a Italia. Ahogaba en Andalucía y en Nápoles, triunfaba en Grecia y en América. La paz de Navarino era la última victoria del 93 sobre la monarquía, encarnada en la Sublime Puerta. Y ¡cosa extraña! La misma monarquía hacíase liberal, al unirse a la revolución helénica y al espíritu europeo, puesto al lado de Grecia contra Turquía.

Un día, mientras un Papa cautivo coronaba a un emperador con la fuerte desmedida alhaja de Carlomagno, un joven subió al Monte Sacro. Tenía a sus pies la Roma católica adormecida bajo la luz de la tarde y sobre su cabeza, como un palio gigantesco, el cielo azul de Italia. Y aquel joven, aquel visionario, aquel soñador, ante aquella ciudad que era como el panteón del paganismo muerto, ante aquel cielo despejado y sereno, bajo el cual había aleteado las águilas clásicas, ante aquellas colinas del verdor eclógico, donde habían florecido los rojos mirtos y los verdes laureles y había repercutido la voz de la cornamusa de Pan, sintió como se llenaba su espíritu de las glorias del mundo griego y del mundo romano, creyó ver un ojo fijo y terrible que lo miraba desde las Termópilas y desde las horcas Caudinas, y juro por el Dios que lo escuchaba y el sol que lo contemplaba desde el ocaso sangriento, no envainar el acero, ni dar reposo al brazo, ni descansar un momento, hasta que diera Libertad al Nuevo Mundo. Y aquel juramento resonó en los aires cargados de aromas y de rumores crepusculares, estremeció el ilustre polvo de la antigüedad latina, voló por sobre las cúpulas y las torres de la Ciudad Eterna, y fue llevado por las brisas del Mediterráneo más allá de las columnas de Hércules, a los vientos del mar, a las riberas americanas, a los viejos bosques vírgenes, coronados de pájaros multicolores, a volcanes cuyas testas tiemblan en el fondo de los cielos encendidos y a las conciencias de unos pueblos conquistados a sablazos por Cortes, Pizarro, Valdivia, Benalcázar y Jiménez de Quesada, y aletargados por tres siglos de coloniaje.

Y poco después de este juramento, la América del Sur era un fragor de sables, un cuadro de fuego, un huracán de plomo; y luego, como a mágica evocación, salidos de las sierras y de las llanuras, de los bosques y de las ciudades, llenos de entusiasmo y sedientos de gloria, aparecieron unos como resplandecientes arcángeles de Milton, llamados Páez, cercados de esos leones generosos y bravíos apellidos Piar, Girardot, Mariño, Rivas, Urdaneta y Valdés y seguidos de una legión de jinetes que, con la espada sanguinolenta despidiendo llamas y la lanza de ocho palmos al ristre, con las pupilas dilatadas y las fauces llenas de espuma, cayeron de súbito al galope, como un ejército de relámpagos, sobre las huestes enemigas, acribillándolas, empujándolas. Deshaciéndolas y clavándolas contra la tierra empapada en sangre de Carabobo, San Mateo, Boyacá, y Junín.

Después de estas batallas de Centauros y lapitas, dignas de la estrofa pindárica y de la pluma de Tito Livio, los españoles, que no desmintieron su proverbial valentía, aunque llevaron la peor parte en las refriegas, evacuaron a paso de héroes a Chile, Venezuela, Nueva Granada, el Alto y Bajo Perú. Más tarde. Hidalgo y Morelos iniciaron contra ellos la insurrección de México, e Iturbide y Guerrero, acordaron la emancipación de Nueva España, en el Plan de Iguala, el 24 de febrero de 1821, no sin que antes se libraran terribles combates a punta de lanza y a filo de espada.

Mientras que el resto de los hispanoamericanos conquistaban su emancipación, sacándole al enemigo los bofes y quebrantándole la cabeza, nosotros los centroamericanos veíamos el incendio desde lejos, escuchábamos a la distancia el ruido de los clarines, el relincho de los corceles, y aquel cañoneo prodigioso que llenaba de truenos el horizonte del continente.

La burlona filosofía del siglo XVIII, después de hacer genuflexiones a los pies de Federico y correr por entre las casacas y las opulentas faldas de la corte de Versalles, había salvado los mares para encarnarse en algunos espíritus delicados y finos de la América Central. Las almas presentían que se cruzaba por una época de evolución social. España estaba desacreditada y Fernando VII inspiraba lástima. Las caducas teorías monárquicas empezaban a vacilar sobre sus cimientos y el edificio colonial se desmoronaba visiblemente. Un disgusto general agitaba las masas populares y una vaga idea de libertad llenaba los cerebros. Presentíase que había llegado el momento de dar el grito de emancipación. Celebránse juntas secretas y hablábanse las gentes a los oídos. Muchos aparentaban una falsa serenidad y otros un valor fingido. Corrían rumores de fracasos inverosímiles y de desgracias tentativas de reconquista en la América del Sur. Respecto a México, se estaba a la expectativa. Temíase dar un paso en falso, y los tímidos y los soñadores veían de continuo flotas imaginarias llegar a nuestros puertos y fantásticos ejércitos desembarcar en nuestras costas. Aquella situación era una pesadilla y aquella pesadilla podía a la larga convertirse en delirio. El pueblo ignorante y embrutecido nada veía, nada pensaba, nada oía. No impunemente se sufren tres siglos de coloniaje, y nuestro pueblo era el peor preparado para redimirse por sí mismo. Los hombres que veían un rayo consolador en aquella lóbrega y pesada noche social, eran Molina, Barrundia y Valle. Molina era severo, Barrundia impetuoso, y el tercero esperaba. Gainza, el buen Gainza, estaba indeciso. Presentía los acontecimientos y la tempestad por los sordos rumores que llegaban a sus oídos y por los nubarrones que empezaban a amontonarse sobre su cabeza.

Esta era la situación política de la Capitanía General de Guatemala a principios del mes de septiembre de 1821. Quizás, si dilatamos un momento más nuestra emancipación, hubiéramos tenido que combatir y el suelo de Centroamérica hubiera sido ensangrentado, y este día, en lugar de recordar nuestra gloria pacífica y nuestro fácil triunfo, hiciéramos memoria de las hazañas de nuestros héroes y de las proezas de nuestros libertadores. Pero no sucedió así. Nuestra emancipación de España se llevó a cabo con la calma más perfecta y con el orden más severo. Al abrir las páginas de nuestra historia moderna, de repente nos encontramos con esa sencilla y augusta congregación, reunida en el Palacio del Ayuntamiento, con esas frentes de marfil y esas cabezas nevadas, con esas miradas profundas y esas manos temblorosas, y entonces, sentimos que nuestra irreverente juventud se inclina respetuosa ante ese augusto Congreso, donde la honradez tiene asiento y el patriotismo se gallardea holgadamente.

¡Salve, oh buenos ancianos, oh venerables padres de nuestra patria! Salve, porque un día como este rompisteis los lazos que nos unían a nuestra abuela, la vieja y gloriosa Iberia; porque firmasteis con mano firme nuestra acta de emancipación y os la dejasteis como un valioso legado, que los hijos de nuestros hijos guardaran bajo siete llaves de hierro en el arca sagrada; porque vuestros nombres, en el pórtico del edificio de nuestra historia, forman un collar de estrellas; porque sois una como columna de fuego que guía a la juventud por el yermo de la política donde se recogen pocas flores y muchas espinas; porque cruzáis libres de todo pecado por entre nuestros odios, cuando muchos de vuestros nietos pasan con el sambenito de los criminales; porque vuestras miradas, desde el marco de oro que encierra vuestras efigies, son francas y puras, mientras que las nuestras ya no lo son: porque camináis sobre las olas de un mar de bilis, como el buen Jesús sobre las olas del lago Tiberíades; porque reconfortáis nuestros pechos y nos llenáis el alma de claridad; porque, en fin, cuando nos acordamos de vosotros, en el gran día de la Patria, echamos a los cuatro vientos vuestros nombres, nombres que suenan dulce y armoniosamente sobre la multitud. ¡Salve, mil veces, salve!

¡Rogad a Dios, puesto que debéis estar cerca de él, que en las postrimerías de este siglo y en los comienzos del entrante, se forme una generación briosa y enérgica, una generación altiva y sabia, nacida del himeneo del derecho y de la civilización, que reúna las gotas dispersas de nuestra sangre, y los miembros separados de nuestros cuerpos; una generación que tenga las sienes ceñidas de luz, el himno en los labios y la oliva en las manos; una generación que tenga algo del alma de vosotros; una generación que piense y que sienta, que estudie y que crea, que ahonde en la tierra y en la historia, que tenga Dios y que tenga patria; que ame el arado y la espada, la constitución y el clarín, para que rompa nuestras fronteras y borre para siempre nuestros adiós! ¡Rogad a Dios, que los hijos que palpiten en el vientre de las madres futuras, lleguen a ser también hijos de Centroamérica, dignos nietos vuestros, oh Barrundia, oh Valle, oh Molina, oh Morazán, para que puedan formar un pueblo libre y poderoso del Nuevo Mundo, cuya bandera sea saludada por todos los cañones y agitada por todos los vientos!

Fuente:
Molina, Juan Ramón. Obra Completa. Versos y Prosas Juan Ramón Molina. Tegucigalpa: Guardabarranco, 2004.

Miguel Rodríguez A., historiador.

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