Don Lolo, el abuelo del barrio, que hoy descansa

ZV
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20 de febrero de 2021
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12:46 am
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Don Lolo, el abuelo del barrio, que hoy descansa

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Una mañana de 1936, viviendo en Suchitepez, El Salvador, un joven de 16 años decidió venirse a probar suerte a la costa norte hondureña, atraído por la fama de oportunidades de trabajo en las bananeras. Cruzó la frontera de mojado, allá por los lados de La Virtud, Lempira. Un día antes, había dado cristiana sepultura a su abuela, quien lo había procreado luego que su madre muriera al tener un año, apenas.

Caminando por montañas y angosturas, llegó a La Lima, Cortés y a los tres días ya tenía un trabajo. Aún afanado de sol a sol, observó que “la compañía” tenía franjas de tierra incultas a la orilla del río Ulúa y siendo laborioso, las pidió prestadas. Allí fue “sembrador de maíz en plena selva extranjera”, como dice el bello poema de Amor a El Salvador, de su paisano Roque Dalton.

Trabajó 18 intensos años en la frutera en más de 20 campos bananeros, donde oficialmente era fontanero, pero en la realidad fue un hacelotodo.

En 1964, los azares del destino lo trajeron a San Manuel, a mi vecindad y puedo decir, que para enseñarnos muchas lecciones, entre ellas, que no hay barrera que el trabajo honrado no pueda vencer.

Labor-Ommnia-Vincit escribió Virgilio y eso hizo don Lolo.

Quiso la vida que fuéramos vecinos y a fuerza de cariño y juicioso rigor, se ganó, a pulso el reconocimiento de “abuelo del barrio”.

Tuvo la paciencia de enseñarnos a hacer trompos, carretas, pelotas de trapo y los papelotes que como párvulos le pedíamos. Y siempre lo hizo sonriendo. Yo lo escuché narrar, en noches de luna clara, las andanzas del cadejo, la sucia y los duendes, y al ritmo de sus voces y graciosos gestos, los niños íbamos estrechando el círculo, según avanzaba el cuento.

También nos llevaba al culto dominical, y como pocos, nos habló de un Jesús vivo, cercano, observante, a veces bromista y siempre protector.

Procreó con Sarita Bustillo, una familia de 12 hijos e hijas que fueron nuestros hermanos.

Sabiendo que un amigo es un hermano escogido, tuvo por años en su casa a don Timo, hasta que la muerte se lo llevó.

Sobrevivió la guerra absurda del 69 a puro cariño. Mi padre, Armindo Palacios, que para ese año era alcalde, me contó que cuando recibió un urgente telegrama en julio de ese año, ordenándole “recluir a todos los guanacos de su jurisdicción y remitirlos al campo de concentración llamado AGAS”, se le heló el corazón. Y una de mis tías, de privilegiada memoria, Dalila Bardales Paz, me narró que cuando el camión lleno de salvadoreños se enfilaba por la salida del pueblo rumbo al AGAS de San Pedro Sula, había más sanmanuelinos corriendo tras el camión y llorando por ellos, que aliviados como suponía la burocracia militar. Honrado como es, don Lolo no aceptó el refugio clandestino que mi padre, mi abuelo y muchos vecinos le ofrecieron para evitarle los ultrajes de esa guerra inútil.

Lo recuerdo pasando siempre por la calle, apurado, sudoroso, saludando con alegre cortesía y yendo firme hacia sus cultivos, fuera maíz, plátano, yuca, frijol, hortalizas o frutales. Varias veces lo acompañé y pude observar que siempre eran tierras ajenas. Era tan buen agricultor que todos le prestaban tierras, que hacía regar con aguas del Ulúa y con ello, arrancaba de esos bordos cual horno, el pan para su familia. No hubo domingo, día feriado, llena o tormenta capaz de detenerlo.

Con la astucia con que nació, en las noches que escuchaba pasos de forajidos por el barrio, solía lanzar cohetillos de a centavo, para hacerlos huir… ¡Y funcionaba el engaño!

Tan militante ha sido en su trabajo como en su cristianismo. Si el trabajo hace a la patria, don Lolo construyó la nuestra y nunca escuché a nadie reclamarle nacionalidad. A fuerza de trabajo y honra se ganó patrones y amistades. Supe que a la muerte de don Ricardo Ewens, propietario de Finca Devonia, pidió a su hijo, procurarle siempre bienestar a don Lolo, nobleza que Francis cumplió.

Don Dolores Hernández acaba de morir hoy a sus 101 años y hace diez las pocas quejas que expresaba, era sobre el cuerpo que no le permitía ir a trabajar.

También nos enseñó sobre las virtudes de hijos e hijas agradecidos, y los tuvo en abundancia, en especial de Sagrario Hernández (Chayito), que dedicó décadas a cuidarlo y quien, por ello, solo merece el cielo.

Hasta allá, gratitud eterna al abuelo Lolo, que las semillas que al lado del Ulúa echó, sigan fructificando en mujeres y hombres laboriosos y con honra. Y, que aquel Jesús tan cercano y tierno que nos enseñó, hoy lo abrace y sonriendo lo reciba, como usted lo hizo con la niñez del barrio El Centro, del bananero pueblo de San Manuel.

Omar Palacios

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