BUENOS AIRES, MI BARRIO

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6 de marzo de 2021
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12:15 am
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BUENOS AIRES, MI BARRIO

Por: Tito Ortiz

Yo nací en el barrio Buenos Aires de Tegucigalpa en 1948. En la casa, no en un hospital. Con una partera. Cuando mi suegra me oyó diciendo eso me dijo: ah, pero la partera era La Montfort, la alemana que solo atendía a los de la high. (Victoria Montfort, originaria de Martinica, era una enfermera graduada en los Estados Unidos. Junto con su madre tenían una Casa de Asistencia en el Barrio Abajo. Luego se fueron a vivir a Panamá en donde fallecieron).

Entonces toda la gente del barrio era propietaria de sus casas. Todo el mundo me conocía pues allí nací. Me trataban con consideración desde que era un niño. A mí me gustaba eso.

Era un barrio frío por la altura, estaba en las faldas de El Picacho. En las noches el viento se oía zumbar y a lo largo se escuchaban los coyotes aullando.

Amanecía con una neblina en su cima que durante el transcurso de la mañana paulatinamente iba desapareciendo.

A los muchachos nos encantaba subir a El Picacho a pie. Lo hacíamos con mucha frecuencia. En el camino pasábamos rápido y con miedo por la cueva de la loca y al bajar lo hacíamos corriendo. Llegábamos al barrio de regreso en 12 minutos.

En el barrio ninguna calle estaba pavimentada. Tenía varias pulperías y sus propietarias me llamaban por mi nombre. Las principales pulperías eran la de doña Consuelo, la de doña Estercita, que estaba enfrente de la “Llave Pública” en donde mujeres y niños hacían cola recogiendo agua en baldes para llevar a su casa. En una esquina vendían el dulce Carne Suiza y en la otra una deliciosa yuca con chicharrón y caña pelada en trocitos.

La pulpería de Las Cañadas tenía de todo y El Colmadito, una especie de “minimarket”. También estaban los billares de don Juan Pino, que vendía refrescos y cervezas por caja a precio de depósito.

Además, don Juan vendía también cigarrillos, de todas las marcas, como Dorados, hechos en Honduras, con tabaco de Copán, en su cajetilla dorada con un logo de una hoja de tabaco en la parte central y escrito arriba en letras blancas “Dorados”.

King Bee en dos tamaños, el grande con filtro, en su cajetilla blanca con una franja roja en la parte superior y el nombre en letras blancas.

Extra King Bee, con un empaque moderno en colores azul y amarillo.

Búfalo, cuyo logo era un búfalo en la parte central de la cajetilla y el nombre búfalo escrito abajo.

Zephyr, mentolado, en su cajetilla verde claro con letras blancas.

Camel, con filtro y sin él. Con un camello en la parte central del paquetillo.

Pall Mall, con su cajetilla en rojo con dos leones coronados uno en cada extremo parados en dos patas sosteniendo en medio un escudo de armas.

Parliament, cajita blanca y una “V” abierto color azul.

Diplomat, de Guatemala, con su cajetilla dura y dorada, y no podemos dejar de mencionar los cigarrillos “Paladín” en su cajetilla roja y blanca, con un caballero con armadura de la edad medieval. Desaparecieron dando paso a los cigarrillos Belmont.

Los cigarrillos Kent acababan de hacer su aparición en el mercado en 1952.

Hasta “Cuetes” vendía don Juan en tiempos de Navidad, con gran variedad de ellos como cohetes chinos que eran los más fuertes, ametralladoras en su empaque de papelillo rojo, silbadores, volcanes, morteros, rascaniguas, chinches, chispas del diablo, luces de bengala y unas bolitas miniatura de colores que estallaban al estrellarlas contra el piso y la pared. Cuando encendíamos un cohete y no estallaba decíamos: Salió “Cachinflín”.

Esas compras se hacían por una ventanilla para no entrar a los billares y no tener que ver señores tomando cerveza o jugando billar con exclamaciones soeces. Don Juan, era un hombre grande, trabajador, honesto, atento, siempre en el negocio y su esposa menudita y amable, doña Alicia, sentada atrás acompañándole todo el tiempo. Eran los padres de Juan José Pino, quien me dio mi primer trabajo formal cuando era gerente del INVA.

Al lado estaba don Trino Díaz y familia con su carpintería (hombre especial, y risueño don Trino). No importaba a qué horas lo buscara en horas de la noche, buscando un pedazo de madera para un trabajo manual, él me atendía con cariño. Al lado don Roberto Noé, su esposa la brillante profesora doña Elidia Pino de Noé, amiga de mi mamá y madre de seis hijos. Enfrente don Lorenzo Heinrich, alemán, maestro cervecero y su dulce esposa doña Lastenia. Don Lorenzo nos llevaba y traía a la escuela a su nieto Quique y a Reniery mi hermano y a mí, en una cucarachita VW de los que tenían las vías en el marco lateral de las puertas.

Contiguo vivían sus hijos don Thumas Quiñones, empresario y doña Fanny, también amiga de mi mamá, con sus 4 hijos.

En la esquina de mi casa vivía don Medardo Rodríguez, su esposa doña María y sus hijos Medardo, René y Argelia, mi compañera de juego. Desde el balcón de su casa de esquina, podíamos ver la procesión, los gremios con los santos cargados en los hombros de creyentes y acompañados por un público que mientras marchaba lentamente, cantaba himnos religiosos al compás de una pequeña banda musical.

Los niños no nos perdíamos “Los Peregrinos” por las boquitas deliciosas que servían en cada casa que los hospedaba.

Al lado yendo hacia el norte vivía la familia Moncada Chicharrón, luego la Familia Díaz. Enfrente la familia Castañeda y la familia Montenegro. En esa calle estaba la capilla evangélica y el Telégrafo. igual que “La Pesa” que era la carnicería.

Hacia arriba de mi casa vivían las familias Núñez, Benítez, Lázarus, Lozano, Zepeda, Yu-Shan y Lanza.

También vivían en el barrio las familias Paredes Alemán, Brune y Henríquez, la Sra. Socorro Lagos, escritora, poetisa y escritora, poseedora de una bella voz. Cerca de ellos estaba el molino, donde las mujeres llegaban con sus baldes llenos de maíz.

Don Tomás Aceituno y familia. Doña Dominga González y don José Planas (don Rubí) propietario del taller Rubirosa enfrente de La Policlínica, con su hija Rosario, don Carlos Soto y familia, don Beto Zavala y familia, la profesora Débora Zavala, don Manuel Zelaya, don Héctor Elvir y familia, las profesoras Márquez, Carmen, su esposo don Magín e hijos. Don Paco Rodríguez y familia. René Rodríguez, Rosalinda y familia. La familia López Mass que vivía en la subida de las gradas de la iglesia, igual Leslie Samayoa, amiga de mi madre. El tope de la cuesta La Fuente era la casa de Sagrario de Medrano, otra amiga de mi madre.

En la continuación de esta nota hay una carta del Dr. Omar Paredes Alemán en donde se mencionan el resto de las familias bonaerenses. Me disculpo si se me quedan familias sin mencionar.

Hay muchas personas de las que no recuerdo sus apellidos, como doña Chusita, que “Echaba” tortillas de maíz deliciosas. Doña Clarita y Paquito que vivían al lado de mi casa. Don Arturo doña Lola y sus hijos Jorge y Mina. Doña Sarita y su hijo Ricardo y los hermanos Godoy.

Las personas que vivían en mi barrio, todos sabían que yo era Tito. Desde los cinco años aprendí a andar en bicicleta y me limitaba a andar en una sola calle detrás de mi casa. Nunca pasaban carros por ahí y esa calle lo llevaba a uno a ” Punta Caliente”, que quedaba al fondo del barrio.

Nos reuníamos un buen grupo de cipotes, especialmente en los meses de vacaciones. Las edades oscilaban de los seis a los trece años. Jugábamos fútbol, béisbol, tejo, trompo, mables, ronrón, enchute. Tirábamos al blanco con hondas hechas por nosotros.

También hacíamos papelotes y barriletes. Las varillas de bambú para armarlos las conseguíamos saltándonos un cerco de púas de un terreno privado contiguo a la mansión Villa Roy en donde residía doña Laura Vigil de Lozano, esposa del expresidente de la República Julio Lozano Díaz.

Para adornar los barriletes, que eran los grandes y los papelotes que eran los pequeñitos, comprábamos papelillo, el papel lustroso, la cera, y la cabuya, donde Las Cañadas. Los frenillos tenían que estar a la medida para un vuelo exitoso igual que la cola.

Los volábamos en los meses de octubre, noviembre y diciembre que era cuando más viento había. El cerro El Picacho formaba un cañón por el que pasaba el aire zumbando y elevando nuestros barriletes, que volaban sobre el centro de Tegucigalpa, con su ronroneo por los hules colocados en los cachos y algunos con navajas en sus colas para cortar la cabuya del adversario y cuando lo lograban veíamos con emoción unos y con tristeza otros, como se alejaba el barrilete cortado, a toda velocidad, yéndose a la deriva, bamboleándose, manejado por los vientos y ya sin control de nuestra parte.

Los cables de electricidad sostenidos por los postes de madera se veían llenos de barriletes y papelotes arrugados y enrollados.

Mi papá y mi tío Tatío construyeron el mejor barrilete que he visto en mi vida. Medía dos metros de altura. Las varillas eran de aluminio y en vez de papel llevaba tela de paracaídas (seda). Se tenía que volar con lazo en vez de cabuya y a veces se necesitaban dos hombres para sostenerlo. Le pusieron foquitos alrededor, con baterías para su iluminación. Era un espectáculo verlo volar en las frías noches de nuestro querido barrio.

Cuando nos aburríamos nos reuníamos en la gran roca que estaba en medio del solar baldío enfrente de mi casa con una vista preciosa a Teguz. Allí platicábamos horas contando cuentos de miedo, chistes o historias prohibidas para menores de 10 años que contaban los muchachos mayores, sin importarnos el mal olor que despedían las “Minas”. Para salir de allí había que salir dando saltitos.

A veces nos aventurábamos a ir más allá del barrio y podíamos observar a lo lejos y hacia abajo el Río Colorado y Las Pozas del Banco. No sé por qué las llamaban así.

A los ocho años me dieron de Navidad una bicicleta marca Robín Hood, de adulto, comprada en la Curacao, era de carreras, color morado, con el manubrio enrollado, con su timbre y era un placer manejarla de noche porque tenía foco alimentado por un dínamo en la llanta. Ni siquiera alcanzaba el asiento, pero allí andaba yo de lado. Muy pocas veces bajamos por la cuesta principal, y nos atrevíamos a andar por las calles del centro, sin placas y con miedo a los policías y a los carros. Subir la cuesta al regreso era todo un reto.

Con esa bicicleta recorrí todo el barrio en compañía de otros niños que también tenían una. La gente de mi barrio era gente humilde y cada uno tenía un oficio. Los jóvenes mayores se reunían a platicar y contar chistes en la esquina de mi casa. Allí estaban esperando trabajo, pintores (recuerdo a uno en especial por su don de gentes: Nan), carpinteros, fontaneros, como El Zarco que era puro gringo, electricistas, albañiles, poetas y hasta un médico. Desde mi casa se oían las carcajadas y los gritos en son de burla que hacían. Eran bien inteligentes. Les encantaba poner apodos a las personas que iban pasando por la esquina. Eran originales. Fingían las voces para que uno no supiera quien le había puesto el apodo, aunque eran apodos inocentes como: burrito de hule, sapito juco, sandía con patas. A una señorita que era creída: la reina del dólar, a un amigo que se comía las uñas: Canibalito. (Yo escondía las mías porque también me las comía). A uno que tenía tics en los ojos y parpadeaba con más frecuencia de lo normal: Semaforito. Al médico le llamaban: Doctor Aguas Tibias. Los hondureños son buenos para los apodos. Con los años, a Boquín, que vivía cerca de la capilla evangélica, que contaba en secreto que había visto el Bikini Open, le cambiaron el nombre a Boquini Open.

Ya casado yo, una vez llegaron dos de ellos en la mañana a mi casa y me pidieron un trago cada uno porque andaban de goma. Pensé: les voy a dar un vaso de whisky a cada uno, porque ellos solo tomaban guaro. Después de terminárselo, uno de ellos me dijo: Tito, regálenos la botella. Inmediatamente el otro frunció el ceño y lo regañó diciéndole: no seas abusivo. Él nos la va dar si él quiere.

Un primero de enero que fui a visitar a mi padre, decidí ir a dar una vuelta por mi barrio. Todo el mundo ha vendido sus casas en buen precio por estar a cuatro cuadras del centro y han comprado en lugares lejos para que les quede algo de dinero. Ya casi no hay gente de mi tiempo.

Andaba buscando una cara conocida y me encontré una. Un señor canoso y de bastón. Cuando lo vi supe que niños habíamos andado en bicicleta juntos. No me acordaba de su nombre. Le pregunté que si sabía quién era yo. Me dijo que sí, el hijo del capitán Ortiz. Imagínense, mi papá era capitán en 1955. Me puse feliz de que me reconoció después de tantos años. Me quedó viendo y me preguntó: ¿Y Tito que se hizo?

He quedado como el capitán Luis Alonso Fiallos, primer comandante de la Fuerza Aérea y mi papá, diciéndoles muchachos a señores de bastón. Dice Fernando Fiallos su hijo, que una vez le dijo el capitán: ese muchacho era del barrio. Fernando le contestó: no veo ningún muchacho. Y el capitán le dijo: ese, el del bastón.

Al final del barrio, la calle principal topaba con las gradas de la iglesia San José de la Montaña. Había que subir muchas gradas para llegar a la iglesia. Para llegar al barrio El Bosque había que pasar por “La Vuelta del Perro Ahorcado”, donde los buses grandes amarillos, (con un anuncio pintado en el costado que decía: Para su casa o solar, Roberto Ramírez Folgar) tenían que retroceder en plena cuesta, con un barranco enfrente para poder dar la curva tan cerrada. Los pasajeros, somnolientos por la lentitud de los buses y acostumbrados al escandaloso sonido de su motor, no se percataban del peligro. Varias veces se vinieron carros barranco abajo, pero nunca hubo muertos. Esos buses se tomaban en el mercado de Los Dolores, frente a la casa de los Reina. Eran sumamente lentos y subían al parque La Leona teniendo que retroceder a plena cuesta para lograr hacer las curvas. Luego pasaba por el barrio El Edén y de ahí al barrio El Bosque.

Se llegaba más rápido al barrio subiendo a pie por la cuesta.

Me despido tarareando aquel tango de Carlos Gardel de 1934: Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver. No habrá más pena ni olvido…

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