Congreso “nacional” y Congreso del país

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19 de marzo de 2021
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12:05 am
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Congreso “nacional” y Congreso del país

¿Vuelven los oscuros malandrines del 80?

Por: Óscar Armando Valladares

Suman ya bastantes años los que carga en sus pétreos hombros el edificio del Congreso. Para hallar la sumatoria, precisa ubicarse en el tiempo posterior a la dictadura del General Carías, ello es: del 1º de enero de 1949 al 6 de diciembre de 1954, período que gobernó su escogido sucesor Juan Manuel Gálvez. Le acompañó el titular del cuerpo legislativo Camilo Gómez y Gómez. Ahí se emitió el decreto No. 9 -fechado el 7 de diciembre de 1951- que autorizó la erección del denominado Palacio Legislativo, cuyo diseño firmaron los arquitectos Mario Valenzuela y Raúl Diego Aguilar. Terminó de ser construido en 1954, poco antes de que Gálvez tomara las de Villadiego y accediera -trizado el orden legal- el vicepresidente Julio Lozano, ducho perito contable.

De 1954 a la hora de ahora han corrido, pues, 67 años; desde ese lapso, el recinto es testigo de infinitas decisiones, de arreglos y airados enfrentamientos, de consecuentes abstenciones y valientes oposiciones; pero, en las dos décadas del presente siglo vienen registrándose atentados a la propia ley fundamental, al pueblo, a los intereses del país, a la independencia, a la soberanía territorial.

Con su mala, bondadosa o fea catadura -júzguelo el amable lector-, en la curul presidencial han arrellanado sus honorables posaderas, además de Gómez y Gómez: Salomón Jiménez Castro, Ramón Villeda Morales, Modesto Rodas Alvarado, Orlando Gómez Cisneros, Mario Rivera López, Martín Agüero, Roberto Suazo Córdova, Efraín Bú Girón -sancionador con Policarpo Paz García de la Constitución de 1982-, Carlos Montoya, Rodolfo Irías Navas, Carlos Flores Facussé, Rafael Pineda Ponce, Porfirio Lobo Sosa, Roberto Micheletti, José Alfredo Saavedra, Juan Orlando Hernández y Mauricio Oliva (dos veces consecutivas).

Entre 1954 y 1982 median 28 años y, de estos, a 2021, conjuntan 39, cerca, pues, de cuatro décadas, monto dentro del cual siguen medrando muchos padres y abuelos de la patria, con tal carencia de pudor que “van” por cuatro años más en las urnas de noviembre tatuados los más de azul y algunos de camaleónica tinta colorada.

No resulta difícil comprender los motivos que animan a los personajes repitientes ni por qué se les permite hacer de la “augusta Cámara” una suerte de segundo domicilio, sin importar para nada la poquedad de sus mociones y la ruindad de sus conductas. En puridad, para ser elegido diputado (a) el mengano no requiere de capacidad: puede acceder -con padrinos- a la función de legislar, aunque solo gesticule un “sí” o un “no” por la línea dictada o el compromiso contraído. Ya metido en el redil, si se “aviva” y abraza malas causas, posiblemente bucee por un buen trecho en las aguas del partido y en las termales del Parlamento.

Lo acontecido en 2009 sirvió de escenario, para que el nacionalismo repitiera -con duros actores- la obra que realizó Carías, junto a su hombre en el Congreso, Plutarco Muñoz Pineda: dominar los tres poderes, bruñir a la oposición y extender la penuria social, en una historia sellada de dieciséis años, que ahora con doce a cuestas se mira tan agravada que alguna gente se pregunta si cuando se habla del Congreso, la lotería, la cadena nacional, se alude a Honduras o al partido que conlleva ese adjetivo.

Si -como huelga decirlo- el poder absoluto corrompe al Congreso, al Ejecutivo, a la Corte…, y da lugar a equívocos y confusiones más allá de lo semántico, es tiempo de relevarlo con la impronta electoral; de separar lo que es propio de la nación y lo que es inherente a una entidad política, por cuyos capitostes no le sienta bien definirse y llamarse como se llama, con permiso de su honrada base, a la que quizás le corresponda encaminarla por aseados derroteros, cual sugería un miembro de su culta clase, Alberto Membreño, gobernante interino (1915-16), lingüista y llamado a poner en vigor el himno patrio.

A 67 años del inmueble congresual, el Poder Legislativo necesita prestigiar su imagen y adecentar el comportamiento de un cuantioso número de sus servidores. Que en las sesiones se respeten la voz y el voto de todos y se debatan los asuntos a la luz del día sin dispensas aviesamente apuradas. Que la asamblea proceda a derogar tratados, contratos y leyes indignantes. Que cese el imperio de personajes encasillados y ocupen los escaños gente sin malolientes desprestigios, para que en un cercano horizonte surja la esperanza anunciadora de que va tomando cuerpo la genuina representación popular: el Congreso del país.

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