Martín Eden: el otro yo de Jack London

MA
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31 de marzo de 2021
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12:47 am
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Martín Eden: el otro yo de Jack London

¿Vuelven los oscuros malandrines del 80?

Óscar Armando Valladares

Hubo veces -en mi mocedad- que el nombre de Jack London equivalía equivocadamente a un destripador londinense. Lecturas mejores pusieron las aguas en su sitio: Jack, el escurridizo matador de mujeres en la capital británica; London, el desconcertante prosista estadounidense. Oriundo de San Francisco, ciudad en que vio las estrellas en 1876, comenzó como buscador de oro en Klondike, Canadá, con mezquinos resultados. A la vuelta buscó un medio más hacedero. Decidió comer de las letras, tras de lo cual entregó voluntad y empeño al autodidactismo, con lecturas misceláneas y autores dispares: Shakespeare, Poe, Kipling, Melville, Stevenson; Nietzsche, Marx; Darwin, Spencer, Malthus… Experiencias y embriagueces proletaria motivaron su adhesión al Partido Socialista Obrero y a la lectura motivante del Manifi esto Comunista, de Carlos y Federico. Afecto, también a las ideas evolucionistas, apuntaladas por los criterios de Nietzsche acerca del tipo de hombre superior a los demás, moldearon en él una suerte de orgullo anglosajón.

Así se fue abriendo paso, primero como cuentista. “Odisea al Norte”, tuvo el carácter de primicia. Tres libro de aventuras -relacionadas con Klondike- le dieron dosificadamente fama y popularidad: El hijo del lobo, La llamada de la selva y el Lobo de mar; más tarde, Colmillo blanco, El telón de hierro y El silencio blanco, el penúltimo con alusione premonitorias sobre la llegada de regímenes fascistizantes. En los cincuenta libros que produjo, no escasean experiencias, actividades y desafíos suyos y, cuando menos dos, pronunciadamente autobiográfi cos: John Barleycorn y, con mayor similitud Martín Eden, escrita en 1909 cuando Jack London frisaba ya los treinta y tres años. El personaje central de la obra, Eden, es un joven y musculoso marinero, pobre y de baja escolaridad, quien a causa de un hecho circunstancial conoce y se obsesiona de la belleza, cultura y refinamiento de Ruth Morse, despierta universitaria de condición y gustos burgueses. Con el deseo de alcanzarla y estar a su nivel, se da a la tarea desordenada de leer cuanto libro procura en la biblioteca del lugar. Cada una de las páginas le permitía “un atisbo del reino del conocimiento”, compartiendo a ratos con la hurí de sus sueños -estudiante de bachillerato en Artes- delicadas poesías de Algernon Swinburne, el iconoclasta versista inglés. Para su “maduración”, Martín alterna viajes y aprendizajes; creyéndose preparado y con el talento necesario decide ser escritor, cuyos primeros intentos zozobran para su bien. La misma joven le sugiere adentrarse en la gramática -la conjugación de los verbos, para el caso- y empeñarse en aquello que diese expresión a todas sus ideas, si deseaba -como era su meta- sobresalir con obras de seso y peso.

Para el fomento de su ego, se amista con Russ Brissenden, quien alienta a plenitud sus deseos literarios. A este, empero, poeta y bebedor asiduo, lo ha ido destruyendo el bacilo de Koch, e infortunadamente se encaja un tiro certero. Al cabo, destruidas todas sus esperanzas, desencantado ya del ambiente burgués -del que se había codeado con Ruth y su familia-, vende sus manuscritos depurados y se convierte en triunfador, con un “inconveniente” tardío: no quedarle alegría por la vida. Embarca hacia los Mares del Sur, y en el trayecto busca y consigue ahogarse. Siete años después, su creador Jack London, neurótico y alcoholizado, activó el revólver de una vez contra su sien. Espíritu aventurero y contradictor, cubrió la guerra civil que se producía en México, abogando en sus artículos por la intervención de EE.UU. en el confl icto. En uno de sus relatos, narra con maestría la pelea desigual del púgil “gringo” Danny Ward con el mexicano Rivera, furtivo revolucionario de Villa y Zapata. Con todo el público en contra, sube al ring el joven mestizo. Va en pos de la victoria, pues de sus guantes pende el triunfo de su gente. Al décimoquinto asalto, coloca un derechazo fulminante en la boca del campeón. Dos más con el puño izquierdo sellan el dramático nocaut. No hay felicitaciones para Rivera. Ante sus ojos, los rostros de los asistentes se movían dando vueltas. Luego recordó que aquellos rostros signifi caban los fusiles. Allí estaban los fusiles. La bolsa en dólares estaba allí. La revolución podía continuar su rumbo contra Porfi rio Díaz y demás enemigos del agrarismo mexicano.

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