Carta a los nietos de un abuelo y escritor

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7 de mayo de 2021
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12:04 am
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Carta a los nietos de un abuelo y escritor

¿Vuelven los oscuros malandrines del 80?

Por: Óscar Armando Valladares

a Elyana Margarita Aguilera Paredes

Cinco décadas atrás, el escritor Ulyses Petit de Murat, dio a conocer el texto “Carta abierta a los jóvenes del año 2000”, cuyo contenido puede hacerse extensivo a los bisnietos y abarcar las dos décadas del presente siglo.
Entre el libro de Murat y sus lectores objetivo, mediaban en puridad treinta años, lapso durante el cual tantas y variadas cosas podían darse como en efecto tuvieron lugar. “Ustedes -les decía- ya nos traen noticias de esas épocas. Uno aseguraba que la travesía de París-Nueva York se hará en minutos; otra, que pronto se verá la imagen del que habla por teléfono”.

Hay inocencia en el egoísmo manifiesto del niño o del joven -señalaba el autor-; en contraste, persiste “un auténtico horror en la frialdad destructora y maquiavélica de la gente grande. Una lucha por intereses, entre viejos banqueros, es algo que no conoce ni lejanamente el niño que atormenta un perro tironeándole de las orejas”, acción mucho menor comparable con “las guerras, las persecuciones y el genocidio”.

¿Por qué hay chicos con afanes destructivos? Quizás lo hacen -dice en su carta- “porque instintivamente saben que el orden que atacan es el mismo que -en pocos meses más- los pueden mandar a morir en la selva vietnamita”.

Sobre la “crítica uniforme” de la influencia permisiva, consentidora, que se reprocha a los abuelos con respecto a los hijos de sus hijos, “debemos -dice- asignarle un valor, por lo menos, de toque de atención” y, con justificado argumento, razona: ¿pueden ser más nefastos los abuelos que la calle, los patios de los colegios, el desarrollo secreto y lleno de disimulos que los grandes suelen no sospechar de las relaciones infantiles?

En cuanto a la moda -ya no tanto al uso- de calzar barba y pelo abundantes, Petit no le impone peros, pues “nada tiene de ilícito ni de feminoide, por más que ciertos policías retrógrados opinen lo contrario. ¿O vamos a considerar vaporosos y suaves, según el eufemismo que usa cierta prensa amarillista del momento, a los pavorosos vikingos y a los indios de alarido y lanza que poblaban nuestras pampas”? Ni siquiera cuestiona la música juvenil, a la verdad cada vez más estridente. Decía entonces: “que ella se haga con el estrepitoso yeah, yeah, o con las fórmulas más o menos cantables que vayan marcando el paso de los tiempos, no le quita validez… Bajo esa apariencia de alboroto, los jóvenes están pidiendo -por tres o por mil veces- ser reconocidos”.

El que el abuelo debe ejercer, en todo caso, un rol complementario, el autor argentino lo arguye, en palabras de una “doña” consultada: “por ustedes volvemos a sentirnos padres y disfrutar lo que disfrutamos cuando nuestros hijos tenían las edades que ahora tienen ustedes. Desde luego, sufrimos también las mismas ansias, las mismas preocupaciones. Pero quizá ellas sean más intensas, porque sabemos que no somos nosotros los que debemos decidir o actuar. Los abuelos tienen que esperar. Ser punto de apoyo, que solo pasan a primer plano cuando son llamados a hacerlo”.

No esconde Murat la angustia que produce el incremento de las armas y el auge del control espacial: “ese dinero, que se tira a manos llenas para sortear un poderío contra otro, podría terminar con la miseria, las enfermedades y el hambre. Un chico de la Universidad expresaba, en el curso de un debate: -¡Que manden la plata que costó la nave Apolo XI a los necesitados de Biafra!-”.

“Estos nefastos mercaderes del odio y la guerra, no distinguen entre hombre o mujer o entre pacíficos civiles y bien entrenados militares”, repara Ulyses Petit, y revela contrito: “Nosotros los chicos estamos muy preocupados por la situación mundial -me dijeron el otro día-. Es injusto que tengan que preocuparse por un trasfondo de sangre y agresión”. Una pregunta salta como impelida por un resorte: “Escaparán a la miseria conflictiva de la guerra sin piedad nuestros nietos?”.

Antes de cerrar su epístola, Murat dejó una sombra esperanzada, necesaria: el amor.

“Aire afuera, en la violencia deliciosa del sol de América, oigo la risa de mis nietos”. Y, en lo que cabe, la de los míos y de los suyos, amigos de cana en pecho, amigas de cabeza algodonada.

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