Estafeta: Don Napo y el teatro

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23 de mayo de 2021
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12:25 am
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Estafeta: Don Napo y el teatro

De izquierda a derecha: El cura Roque Jacinto Gutiérrez, Juan Fernando López, Vicente Portillo, Ing. Dagoberto Napoleón Sorto, Víctor Manuel Ramos, Daniel Orellana y Toño Márquez.

Víctor Manuel Ramos

En 1959 tuve que trasladarme, de Jesús de Otoro a La Esperanza, para iniciar los estudios de secundaria en el Instituto Departamental de Occidente. En ese año, el profesor Manuel Santos, Director General de Educación Media, comenzó a ejecutar la reforma educativa que consistía en dividir los estudios de secundaria en dos ciclos: el Ciclo Común de Estudios Generales, con tres años de duración, y el Ciclo Diversificado, con tres años para las carreras de Maestro de Educación Primaria y de Perito Mercantil y de dos años para el Bachillerato en Ciencias y Letras. El bachillerato fue favorecido porque no le aumentaron años, pues esa era la formación que buscaban los hijos de los sectores pudientes que aspiraban a asistir a la universidad. Para ser maestro o perito mercantil hubo que estudiar un año más, de tal suerte que las carreras duraban seis años.

En el Colegio de La Esperanza -fundado por el presidente Bográn y que había funcionado con muchas interrupciones por motivos de las guerras intestinas- solamente se ofrecía la carrera de magisterio y quienes aspiraban a ir a la universidad, como yo, tuvimos que estudiar adicionalmente el bachillerato en otro colegio.

La reforma introdujo muchas asignaturas para las cuales, en La Esperanza, no había maestros capacitados. Así que nos tocó, a los estudiantes pioneros buscar a personajes que se arriesgaran a servirnos asignaturas tales como Estadística, Filosofía, las Didácticas Especiales, la Agropecuaria, las Matemáticas (Álgebra, Trigonometría y Geometría).

Para Filosofía contactamos al sacerdote Roque Jacinto Gutiérrez quien aceptó gustoso. Pero sus conferencias eran sumamente aburridas a tal grado que se generaba en el aula una desazón palpable. El padre llegaba con un maletín de mano. Lo colocaba sobre el escritorio y de él sacaba un reloj que tenía dos campañitas en la parte superior para sonar como despertador. Él colocaba la aguja de la alarma en la hora en que terminaba la clase. Había en el patio del colegio unos árboles de ciruela japonesa, conocida en otros lugares como níspero japonés (Eriobotrya japonica) y mis compañeros llevaban las frutas al aula, las apretaban firmemente con el pulgar y el índice y la semilla salía disparada como si fuera lanzada con una honda. Las semillas daban sobre el pizarrón mientras el padre nos daba sus lecciones y escribía los conceptos. En una ocasión, una de las semillas pegó en el reloj, que con el impacto rodó sobre el escritorio y cayó en el piso hecho añicos. El padre tomó su maletín y abandonó la clase. No regresó.

El profesor de Estadística no tenía noción de nada. Él aceptaba que en su vida había oído hablar de media, mediana, promedio y percentiles. Nosotros conseguimos un texto y le ayudamos. Creo que aprendimos mucho por nuestra propia iniciativa.

Escena de La Barca sin pescador: Ángel Octavio Martínez y don Napo.

El colegio había tenido a Dina Santos, egresada de la Escuela Superior del Profesorado Francisco Morazán en la especialidad de Español, pero luego de una huelga durante el Ciclo Común fue retirada, también tuvimos de maestra a la profesora Velázquez, con igual formación que la profesoras Dina, pero ella se casó y también dejó el colegio. Así que nos tocó otro maestro improvisado a quien le hacíamos bromas cuando comprobábamos que no conocía la materia. Luego terminados con Armando Canales, igualmente egresado de la Superior, con quien todos hicimos buenas migas y nos orientó de manera extraordinaria.

El gran problema eran las Matemáticas. Por esos días nos enteramos que un ingeniero recién graduado en la Universidad Nacional había regresado a su pueblo: el ingeniero Dagoberto Napoleón Sorto. Un grupo de compañeros fuimos a visitarlo para que nos ayudara con los cursos de Matemáticas. Él, que había nacido más para maestro que para ingeniero, aceptó con gran entusiasmo.

Don Napo, como le decíamos, era muy serio, muy pocas veces le vimos sonreír o reír. Pero la clase era amena, él se preocupaba por explicarnos aquello que para la mayoría era un calvario, de la manera más sencilla posible. A mí, me entusiasmaron las Matemáticas, pero sobre todo la Trigonometría y la Geometría, porque me enteré de que los ejercicios ayudaban a aprender a pensar con metodología.

Tenía un problema don Napo: cogía pata. En una ocasión dejó de ir a las clases por varios días y el director inició los trámites para despedirlo. Nosotros los del curso nombramos una comisión para ir a verlo y a averiguar qué pasaba. Él nos recibió muy amablemente y le enteramos los planes del director para destituirlo. Le expresamos nuestro cariño y nuestro deseo de que siguiera como nuestro maestro. Él se comprometió a parar la bebida, pero como el día siguiente era el término para entregar los exámenes, le preguntamos si permitía que nosotros le redactáramos el examen. Don Napo accedió a que lo redactara yo, con el compromiso de que nadie de los compañeros tendría acceso al cuestionario. Esa misma noche hice el examen, los compañeros, ninguno se atrevió a pedirme que rompiera con la palabra empeñada. El día siguiente, por la mañana, lo entregué al profesor y él lo envió inmediatamente al colegio.

Pero los ratos más amables que nos brindó don Napo fueron relacionados con el teatro. Él era un entusiasta de la escena, posiblemente había participado en la Universidad en los grupos de teatro, y organizó, con nosotros y con otros jóvenes maestros de la ciudad, un grupo de teatro. Yo participé como actor en tres obras y en una ocasión como utilero.

La primera obra fue El amor en solfa, un capricho literario en cuatro cuadros y un prólogo, escrito en verso por los hermanos Serafín (1871-1938) y Joaquín (1873-1944) Álvarez Quintero, dramaturgos españoles que alcanzaron una merecida fama a tal grado que ingresan en la Real Academia Española. La obra fue musicalizada por Ruperto Chapí (1851-1909) y José Serrano Simeón (1893-1941). No recuerdo quiénes participaron, pero sí que la representación, en el salón del cine de Baltazar Vigil, fue exitosa y se repitió dos o tres veces. Los esperanzanos comenzaron, con esta obra, a tener mucho interés por el teatro. Don Napo representó el papel del protagonista.

Alfredo y Carmen Rivera y Don Napo con el contrabajo.

Después se representó la obra de Alejandro Casona (1903-1965), dramaturgo español, que tuvo que huir de España con motivo de la guerra civil y desarrolló la mayor parte de su obra en Buenos Aires. Su estilo teatral, movido siempre por lo que en palabras de Genoveva Dieterich podría definirse como “… el conflicto entre la realidad y la fantasía, la evasión a un mundo poético mejor, la búsqueda de la felicidad, la fuerza redentora del amor, la realidad del sueño…”. La obra de Casona era mucho más seria y requería de un elenco con mayor interés por el teatro y con dotes de actor. Yo trabajé como utilero y me encargaba de poner la música de fondo en un fonógrafo accionado con baterías, registrada en un long play con interpretaciones de páginas clásicas célebres con la orquesta de Frank Pourcel.

Vino más tarde la obra Una noche de primavera sin sueño, de Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), un célebre dramaturgo español que destacó por su ironía y el espíritu festivo de sus comedias y sus obras. El argumento: “Tras una discusión de alcoba, Mariano, el marido abandona el hogar en medio de la noche, amenazando con el divorcio. Entonces, un desconocido entrará en la habitación para sorpresa de Alejandra, la esposa. A partir de ahí se enreda la trama con la aparición de nuevos personajes y divertidas situaciones”. Yo desempeñé un papel, pero no recuerdo cual fue. Cuando yo me instalé en la lima, en la Librería Atenea del amigo Yacamán, compré una selección de obras de Jardiel Poncela, editada por la Editorial Aguilar, en papel cebolla y encuadernación de lujo, que regalé a mi maestro Napoleón Sorto.

La última obra en la que participé fue Sic vos non vobis o La última limosna, de José Echegaray (1832-1916), un dramaturgo español que recibió el Premio Nobel. Se trata de una comedia que entusiasmó mucho a los intibucanos de La Esperanza. Las representaciones teatrales habían logrado tal éxito que, luego de representar la obra de Echegaray, don Napo nos propuso la posibilidad de que hiciéramos una gira por algunas localidades vecinas a La Esperanza. El primer lugar en donde hicimos una representación fuera de La Esperanza fue en Comayagua. A mí me dieron la tarea de visitar un convento para solicitarles a los sacerdotes que nos permitieran el uso de su salón para realizar ahí la representación. Tras tocar la antigua puerta de madera con la aldaba, salió un monje con una sotana café y preguntó qué deseaba. Yo le dije que iba a pedirle nos permitiera el salón del convento para poder hacer una representación teatral; que éramos un grupo teatral del colegio de La Esperanza. El monje, sin lugar a dudas, era sordo porque volvió a preguntarme, con la voz más subida de volumen y con la mano puesta en una de sus orejas. Yo le contesté: Queremos representar una obra teatral en el auditórium de ustedes. La obra se llama Sic vos non vobis o la última limosna. El cura me contestó un poco enfadado: No, no, jovencito. Aquí recibimos limosna, pero no damos nada. Y me tiró el portón. Afortunadamente pudimos lograr que se nos prestara el auditórium del Centro de Salud.

En esa ocasión, don Napo se había tomado sus tragos, salió al escenario con caminar tambaleante y comenzó la función:

-Ya te dije mi confesión.

A pesar del estado de don Napo la representación se realizó muy bien, pero tuvimos una escasa asistencia. El concluir la representación, mis compañeros que nunca habían tenido la oportunidad de conocer un prostíbulo, se perdieron por el resto de la noche en los brazos de la concupiscencia.

Yo salí de La Esperanza para ir a trabajar como maestro en la Escuela Esteban Guardiola de la United Fruit Co. en La Lima y, desde ese lugar y luego desde Tegucigalpa a donde acudí para asistir a la Universidad, me enteré que la actividad teatral continuó constante en La Esperanza, que se hicieron varias giras triunfales, una a San Pedro Sula a la que asistí, hasta que el maestro Dagoberto Napoleón Sorto falleció y dejó ese invalorable legado de amor por el teatro por parte de los esperanzanos.

Tegucigalpa, 18 de mayo de 2021.

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