“TUGURIÓPOLIS”

ZV
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6 de junio de 2021
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01:00 am
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“TUGURIÓPOLIS”

FUE una expresión utilizada por un novelista británico a mediados de la década del setenta del siglo próximo pasado, para señalar a las grandes ciudades modernas y contemporáneas, rodeadas por tugurios y cinturones de miseria. Suponemos que el neologismo empalmaba, incluso, con algunas ciudades europeas, con muchas casitas de madera de orilla y hojalata. O con grades condominios en los alrededores de las urbes, construidos como celdas de abejas, con cuartos pequeños en donde viven o subsisten familias enteras, incluyendo a los migrantes de cada año.

Cuando se habla de migración se piensa, por norma general, en los éxodos de los países atrasados en dirección a los países desarrollados. Pero suele olvidarse que esas migraciones incluyen los éxodos masivos internos, es decir, de las zonas rurales hacia las ciudades más importantes de cada país. Este ha sido un fenómeno casi permanente a lo largo de la historia, con un crecimiento exponencial en el siglo veinte y primeras décadas del veintiuno. Los campesinos pobres abandonan sus aldeas y caseríos, y se encaminan a las ciudades con el objetivo preciso de encontrar empleo y que sus hijos se matriculen en los colegios formales y de ser posible en las universidades. A poquísimos de ellos les pasa por la mente que podrían estudiar artes y oficios en escuelas y colegios politécnicos. El país necesita mucha gente experta en manualidades.

Tegucigalpa y San Pedro Sula ya presentan el problema de los tugurios, que aquí en nuestros lares suelen llamarse suburbios. Habría que buscar los datos estadísticos que muestren un estimado de la cantidad de personas que viven o subsisten en las barriadas de la capital hondureña, a fin de que sobresalga un solo ejemplo. No sabemos en este punto cuántas personas coexisten en las zonas marginales de Tegucigalpa y de Comayagüela. Lo que sí sabemos es que la mayoría son migrantes que han venido desde remotas aldeas y caseríos en busca de mejores horizontes.
No todos los que llegan a instalarse en las ciudades más importantes de Honduras son campesinos pobres. Algunos poseen pequeños lotes de tierras y hasta algunas vacas mostrencas y cimarronas extraviadas en potreros y serranillas innombrables. Pero desean que sus hijos y sus nietos se superen educativamente, sin imaginar que los egresados de las instituciones de enseñanza pública y privada, terminan engrosando las filas de los desempleados; e incluso semi-empleados. O micronegociantes informales.

La clave para neutralizar esta dilemática, se ha insistido varias veces, es crear condiciones apropiadas sostenibles, en las zonas rurales y semi-rurales, con el propósito de incentivar a los hombres para que se queden viviendo en sus lugares de origen. Buenas escuelas y buenos colegios con sus respectivas bibliotecas en aldeas y municipios, más la indispensable urbanización local, con luz eléctrica, agua potable y letrinización, serían motivos suficientes para que los trabajadores del campo desechen cualquier proyecto absurdo de venirse a las ciudades a sufrir, casi a la intemperie, toda clase de calamidades, añadiendo el problema continuo de la escasez de agua y el de salubridad. Y como son comparativamente pocas las personas que poseen realmente vocación académica universitaria, los colegios técnicos y agrícolas deberían proliferar en el mundo rural. Esto implica, dicho sea de paso, un verdadero reordenamiento territorial, acompañado de una reforma agraria capitalista, de tal forma que inclusive muchos citadinos deseen retornar a sus huertos ancestrales.

Una ciudad contemporánea es bonita en las noches iluminadas. Pero es fea durante el día, cuando saltan por aquí o por allá los defectos que son propios de las “tuguriópolis” modernas. No se puede permitir que las ciudades continúen creciendo indefinidamente, hasta volverlas insoportables. Se deben adoptar medidas estatales de mediano y largo plazos, con el propósito paralelo de que las campiñas sean nuevamente atractivas.

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