Nacimiento y muerte de la tragedia en Nietzsche

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27 de junio de 2021
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Nacimiento y muerte de la tragedia en Nietzsche

Por: Roberto Carlos Pérez

El narrador y ensayista Roberto Carlos Pérez (Granada, Nicaragua, 1976) vuelve al Nietzsche de El nacimiento de la tragedia, su tesis doctoral, una «ingeniosa borrachera», según su tutor. Roberto Carlos Pérez es autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012 y 2016) y editor del libro de ensayos en homenaje al poeta mexicano José Emilio Pacheco: José Emilio Pacheco en Maryland (1985 – 2007) así como de la novela modernista El vampiro (1910), del poeta y narrador hondureño Froylán Turcios.

Nacimiento y muerte de la tragedia en Nietzsche

El 12 de diciembre de 1871 Friedrich Nietzsche (1844–1900) entregó al editor E. W. Fritsch su tesis doctoral para inmediata publicación. Se titulaba El nacimiento de la tragedia. Desde el primer momento el libro produjo gran polémica entre los círculos académicos más importantes de Alemania por las apreciaciones que de la antigua Grecia tenía el ya entonces catedrático de la Universidad de Basilea.

En su entrada de diario fechada el 31 de diciembre de 1871, Wilhelm Ritschl (1806–1876), maestro y tutor de tesis del joven Nietzsche, llamó el trabajo una «ingeniosa borrachera». El filólogo y mitógrafo Hermann Karl Usener (1834–1905) escribió de Nietzsche: está «científicamente muerto».

A finales de mayo de 1872 estalló el escándalo. En tono virulento, el gran helenista alemán Ulrich von Wilamovitz (1848–1931) publicó el ensayo «¡Filología para el futuro! Una respuesta al libro de Friedrich Nietzsche El nacimiento de la tragedia», en el que enumeraba los «errores» históricos de la tesis, aprovechando la oportunidad para atacar su interpretación sobre la Grecia clásica.

Dioniso, el dios de la embriaguez y del éxtasis, del dolor y del placer, el dios capaz del más grande delirio y las peores atrocidades se une, según Nietzsche, con Apolo, el dios de las artes, la armonía, la razón y la moderación, para dar vida a la tragedia. Dice Nietzsche:

El mito trágico [la tragedia]* solo resulta inteligible como una representación simbólica de la sabiduría dionisíaca por medios artísticos apolíneos; él lleva el mundo de la apariencia [el mundo perceptible para cuyo entendimiento utilizamos la razón y la mesura de Apolo] a los límites en que ese mundo se niega a sí mismo [la negación existe cuando surge Dioniso] e intenta refugiarse de nuevo en el seno de las realidades verdaderas y únicas… (El nacimiento de la tragedia. Madrid: Alianza Editorial, 2012, pp. 212 – 213).

Según Nietzsche, el drama trágico o tragedia surgió del drama primitivo, específicamente del canto del coro compuesto en ditirambos. Estas obras líricas estaban dedicadas a Dioniso y en sus comienzos fueron cantadas por actores disfrazados de sátiros, es decir, de esos hombres mitológicos barbados y con patas de chivo que en sus fiestas elevaban un canto desgarrado.

De este canto de sátiros entonado durante las celebraciones religiosas, mucho antes de que surgiera la tragedia, había nacido la lírica griega o la poesía. Nietzsche afirma que la poesía en sus orígenes fue más musical que lingüística. Para Nietzsche, la poesía griega nació de la melodía, pues esta es «lo primero y universal».

La melodía -el aspecto no rítmico sino entonable de la música- exalta el dolor y el placer. En las fiestas orgiásticas era este el único lenguaje capaz de transmitir con precisión el llanto universal y el gozo profundo, porque paradójicamente los sentimientos intensos no se expresan verbalmente.

La tragedia surge cuando del coro ditirámbico se separa uno de sus integrantes y este se transforma en el primer actor, cuya misión artística es entablar un diálogo con el coro. Aunque la música perderá el lugar estelar a favor de la lengua, este principio que percibe Nietzsche en la melodía como portadora del sentimiento va a mantenerse en la tragedia al igual que se mantuvo en la poesía lírica.

El atormentado Edipo puede relatarnos su desdicha con detalle puesto que «no decir nada es también un dolor», pero ninguna voz o vocablo, por más timbres semánticos que porte, podrá jamás referir exactamente la extensión del sufrimiento del héroe trágico.

La noción nietzscheana de que los sentimientos profundos son intransferibles al lenguaje es sumamente importante. Presupone no solo la deficiencia verbal sino la existencia de una especie de espacio irracional que habita en el ser humano.

La imagen de Dioniso que Nietzsche nos ofrece es la imagen de un dios primitivo anterior a esa sociedad griega del siglo V a.C. en la que se produce la lógica socrática. Apolo, en cambio, es el dios encargado de otorgarle, hasta donde es posible, racionalidad a las emociones.

El lenguaje, mientras más expresivo, más apolíneo resulta. Pero aún el lenguaje, a pesar de que es un hecho objetivo, tiene un alto rango de subjetividad. Para Nietzsche, por su música y su lírica verbal, la tragedia es un género en el que la subjetividad aflora.

En la Ilíada, por ejemplo, Aquiles sufre un terrible destino, pero la narración de la épica no puede transmitirnos por sí sola tal horror. Para que esta sea totalmente transmisible se requiere de una subjetividad expresada en primera persona. La tragedia no se vale de intermediarios entre el poeta y el personaje. En la obra trágica el actor es literalmente Prometeo, Edipo, Casandra, etcétera.

Al ser Dioniso un dios rudimentario, uno de los principales planteamientos de Nietzsche es: ¿Por qué los griegos, mediante la tragedia, rescataron a Dioniso pocos años antes de que naciera en Atenas la racionalidad socrática?

A través de la tragedia, encarnada en Dioniso y Apolo, Nietzsche nos ha acercado a un período crucial de la vida de los griegos, ese que va entre los siglos VI y V a.C., en los que nacen y crean sus obras los grandes escritores de la lírica y la tragedia. También nacen Sócrates (470 a.C. – 399 a.C.) y Platón (c. 427 a.C. – 347 a.C.).

La tragedia surge en una sociedad que está abandonando la economía basada en la tierra e iniciándose en el comercio, el cual implica viajes y contactos con otras sociedades y la introducción de mercancías ajenas a las tradicionales griegas.

La progresiva transformación social de los griegos culmina en una especie de Siglo de Oro -entre los siglos VI y V a.C.- donde nacen las grandes figuras que cambiaron no solamente la faz de Grecia, sino que produjeron el nacimiento de Europa.

Para cuando Eurípides compone sus obras, en tiempos del reformador Pericles (c. 495 a.C. – 429 a.C.), profundamente marcado por el pensamiento socrático, la economía, según Werner Jaeger (1888–1961) «se caracteriza por el predominio de los negocios, el cálculo y las empresas, en el dominio particular y en las más altas esferas públicas del Estado» (Paideia: los ideales de la cultura griega. México, DF: Fondo de Cultura Económica, 1957, p. 304).

Este vuelco económico estuvo acompañado por el desarrollo del pensamiento racional sobre la religiosidad, de cuyos ritos proviene la tragedia. Por ende, triunfó Apolo sobre Dioniso, el dios de los grandes arrebatos. Apolo, con su mesura, lo derrotó.

Para Nietzsche, Sócrates y la razón, introducida en la tragedia a través de Eurípides (c. 484/480 a.C.–406 a.C.), dieron muerte al género, a esa manifestación estética con que Apolo le daba forma inteligible al vagido dionisíaco. La razón no es innata en el hombre y, por encima de todo, con su visión positiva de la vida, niega y falsea los sentimientos. Al respecto de Eurípides dice Nietzsche:
…era, en cierto sentido, solamente una máscara: la divinidad que hablaba por su boca no era Dioniso, ni tampoco Apolo, sino un demón [ser intermedio entre los mortales e inmortales] que acababa de nacer llamado Sócrates. Esta es la nueva antítesis: lo dionisíaco y lo socrático, y la obra de arte de la tragedia pereció por causa de ella. Aunque Eurípides intente consolarnos con su retractación, no lo logra: el más magnífico de los templos yace en ruinas por el duelo; ¿de qué nos sirve el lamento de quien lo destruyó y su confesión de que fue el más bello de los templos? (p. 132).

Además de delimitar la tragedia en tanto género literario, Nietzsche percibió claramente el proceso social que la había producido. Y a través de su muerte, con la obra de Eurípides, vislumbró el declive de una cultura que comenzó a abrazar, hasta donde le fue posible, el principium inviduationis [principio de individuación] que, de manera general, es la condición síquica que le permite al ser humano abstraerse del resto de la tribu. En otras palabras, es la particularización del hombre frente a la colectividad. La idea nació con Aristóteles y luego fue retomada por la Escolástica o corriente filosófica y teológica medieval.

A principios del siglo XIX Arthur Schopenhauer (1788–1860) le otorgó un sentido moderno en El mundo como voluntad y representación (1819). En esta obra el filósofo implica que el principio de individuación está presente en las sociedades modernas en las que la individuación se ha extendido. Argumenta Schopenhauer que la manera en que los hombres perciben la realidad, que él denomina «apariencia», está distorsionada.

Schopenhauer toma del hinduismo la noción del velo de Maya, que hace imposible que los hombres perciban directamente lo que es. Solo el sufrimiento hace que el velo se rasgue y el hombre pueda ver y verse con lucidez. La ceguera proviene del voraz deseo o de la voluntad del ser humano, incapaz de saciarse. Extinguido el deseo, desaparece el egoísmo que nace precisamente de la voluntad. El sentimiento que surge es la compasión, ya sea por los otros o por sí mismo.

Nietzsche toma la idea de Schopenhauer y la aplica al teatro. El héroe es ese ser signado por el destino a emprender una tarea única que desemboca en sufrimiento. Esa extremada individuación produce en el coro una gran compasión por su dolor. Argumenta Nietzsche que el héroe trágico tiene múltiples caras, pero su dolor e individuación encarnan a una sola deidad: Dioniso, el héroe trágico originario que se levanta en el teatro, a través de los personajes, con todo su padecimiento. Edipo, Andrómaca, Antígona, etcétera son, en realidad, Dioniso. Dice Nietzsche al respecto:
…aquel héroe [que aparece en diferentes figuras] es el Dioniso sufriente de los Misterios [ritos de iniciación celebrados anualmente en Eleusis, cerca de Atenas, como culto a Deméter (diosa de la agricultura) y Perséfone (hija de Deméter y reina del inframundo)] aquel dios que experimenta en sí los sufrimientos de la individuación, del que mitos maravillosos cuentan que, siendo niño, fue despedazado por los titanes […] el sufrimiento dionisíaco propiamente dicho equivale a una transformación en aire, agua, tierra y fuego, y que nosotros hemos de considerar, por tanto, el estado de individuación como la fuente y razón primordial de todo sufrimiento… (p. 116).

Para Nietzsche la tragedia es el género que plantea la individuación como un hecho ineludible y ante el cual sólo la compasión le permite al espectador, que contempla la tragedia, compadecerse del héroe. Al hacerlo lo integra a su grupo o comunidad. El destino separa al héroe, pero la compasión lo reconoce como parte de un todo. Así, el principio de individuación queda desecho.

En Prometeo encadenado, de Esquilo, compadecido de sus hermanos, los mortales, Prometeo les entrega el fuego, es decir, la civilización. Zeus, el dios que aglutinó a la sociedad griega, lo castiga atándolo a una roca, haciéndole difíciles y muy dolorosos los movimientos del cuerpo, inevitables porque un águila le roía el hígado cada mañana.

Ni Hefesto, el dios del fuego y de la forja, ni el titán Océano, los dos personajes que se acercan a Prometeo y le aconsejan pedirle perdón a Zeus por el hurto, logran entender la terquedad del héroe, negado a retractarse, y lo razona de la siguiente manera:

Me duele hablar de estas cosas, pero no decir nada es también un dolor; de todos modos, infortunios… Ahora no se trata ya de palabras sino de hechos: la tierra tiembla, al tiempo que en sus zigzagueantes profundidades muge el eco del trueno; relámpagos fulguran encendidos; torbellinos agitan tolvaneras; soplos de todos los vientos saltan unos contra otros, anunciando una lucha de hostil aliento; se mezclan confundidos el cielo con el mar. Tal es el ímpetu de Zeus que, intentando asustarme, avanza claramente contra mí. ¡Oh majestad de mi madre, oh Éter que haces girar la luz común a todos! ¡Ya veis de qué manera tan injusta! (Prometeo encadenado. Biblioteca Digital © Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa ILCE, pp. 8,33).

De acuerdo con Nietzsche son los sentimientos y no la razón lo que salva a la humanidad, pues el sufrimiento la regresa a su condición tribal. La tragedia funde al espectador con el héroe trágico y Dioniso se yergue como deidad capaz de rasgar el principio de individuación.

La razón propuesta por Sócrates, y su apuesta por la «felicidad», inhibió a Dioniso y, por tanto, a las pulsiones que él representa: placer y dolor. Para Nietzsche no había retroceso. La tragedia había muerto y con ella una cultura que, rebosante de juventud, nos enseñó que es necesario darles salida a las pulsiones innatas del hombre y jamás suprimirlas. Con la muerte de la tragedia el vigor de Grecia había desaparecido.

*Explicaciones entre corchetes hechas por el autor de este estudio.

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