LA REDADA

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27 de julio de 2021
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12:25 am
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PARA variar –dándole tregua a los dictaminadores del Congreso Nacional que en vez de seguir pateando la lata salgan de esa camisa de once varas en la que se ensartaron– vamos a abordar otro tema. Pero solo cómo muestra de lo inconveniente de hurgar donde no debe hurgarse, ya que manos traviesas manoseando lo que no deben sobijar, pueden acabar haciendo diablos de zacate. Todo parecía fluir como tren sobre rieles en Nicaragua. Una economía boyante, un clima favorable para hacer negocios y una situación política aparentemente estable. El gobierno presumía haber llegado a términos de entendimiento –en un quid pro quo– con las élites empresariales y apaciguamiento de otros sectores importantes de la sociedad. Hasta que –afectado por una reducción de recursos procedentes de Venezuela consecuencia del desplome de los precios del crudo– el espejismo de aquel celebrado oasis repentinamente comenzó a disiparse. En abril del 2018, sintiendo un desmejoramiento en las finanzas estatales, el gobierno anunció ajustes al sistema de pensiones y del seguro social.

Primero se revolvieron los más afectados; los viejitos. Pero a las horas, sumándose al reclamo de los ancianos, salieron los jóvenes, esencialmente estudiantes, a protestar a las calles. El régimen –acostumbrado a no tolerar reproches, menos permitir brotes disruptivos– en vez de lidiar con los quejosos por vías menos bruscas, respondió con un exceso de fuerza. Los enfrentamientos de policías y manifestantes desencadenaron en un estallido social. De pronto, las universidades, la Iglesia y sectores de la sociedad civil se sumaban a los tumultos. Las demandas de los frentes cívicos, en un inicio de naturaleza económica y social, rápidamente fueron adquiriendo cariz político. El emplazamiento ya no era por reversión de medidas de ajuste o mayores beneficios gremiales. Lo que pedían era la salida del régimen. Varias semanas de choques dejaron un saldo de centenares de muertos, heridos y detenidos. La crisis se prolongó con un recuento trágico de 328 fallecidos, unos 2,000 lesionados, 1,600 presos y más de 100,000 emigrados y exiliados. El régimen con el auspicio de los obispos logró llevar a los sectores levantiscos a una mesa negociadora. Sin embargo allá se topó la piedra con el coyol. “Esta no es una mesa de diálogo –lo desafió uno de los dirigentes estudiantiles– es una mesa para negociar su salida”. Sin embargo, el régimen –asistido por la OEA– mantuvo entretenido a los grupos opositores en varias rondas de diálogo –que le sirvieron de tregua para volver a agarrar impulso– discutiendo términos de una ley electoral y lo que ilusos creyeron podía obligar a una salida anticipada.

En la medida que el tiempo transcurría y nada esperanzador ocurría –solo la persecución sistemática a líderes opositores y el hostigamiento contra medios independientes de comunicación– los dialogantes, agotados de mucho platicar, se desayunaron que el comandante sandinista estaba allí para quedarse. Los delegados mediadores enviados por la OEA –a los que Ortega arrulló en brazos días enteros hasta dormirlos en profundo sueño–regresaron a Washington, a informar de su fracaso, con las cajas destempladas. Luego a los nicaragüenses les cayó encima la pandemia con el país cuasi arruinado. El comandante sí acabó emitiendo una ley para ir a elecciones, no antes, sino al vencimiento de su período. Que nunca vence, ya con reformas a la Constitución lo hace eterno. Pero hizo la ley electoral a su medida. No bastando la acompañó de otras leyes con sanciones draconianas para criminalizar toda disidencia. Ya en campaña de reelección –mejor ir solo a la contienda que mal acompañado– desató la redada de sus contrincantes. Y para no dejar títere con cabeza, además de detener e inhabilitar a sus opositores políticos, espantó todo tufo a prensa independiente aniquilando todo indicio de libertad de expresión. Allá, así de feo como se ve el panorama, el Sisimite no se asoma a gestiones de buenos oficios, temiendo que vaya a sucederle igual que a la delegación de dormilones de la OEA.

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