La cenicienta

MA
/
14 de agosto de 2021
/
12:42 am
Síguenos
  • La Tribuna Facebook
  • La Tribuna Instagram
  • La Tribuna Twitter
  • La Tribuna Youtube
  • La Tribuna Whatsapp
La cenicienta

J. Wilfredo Sánchez V.

La Constitución es la sistematización exhaustiva de las funciones fundamentales del Estado y de las competencias e interrelaciones de sus órganos. La Constitución es pues, un sistema de normas. La Constitución no es solamente expresión de un orden, sino que ella misma es la creadora del orden. La soberanía está encarnada en la Constitución porque si soberanía implica mandar sin excepción, poder crear leyes y poseer todas las facilidades de mando. Es claro que la Constitución es soberana.

La soberanía como atributo del Estado, es una concepción que tiene por mira afirmar la total independencia del Estado frente a las naciones extranjeras, lo que constituye la soberanía exterior, y al mismo tiempo de que dentro del mismo no hay otro poder superior o igual a él, constitutivo de la soberanía interna. El ejercicio de la soberanía interior consiste en que las autoridades son las únicas que ejercerán su autoridad y las leyes nacionales serán las únicas aplicables en toda la extensión de su territorio.

El artículo 3 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 dispone: “El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación, ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad que no emane expresamente de dicha soberanía”. La Declaración de 1793 en su artículo 25 modifica el concepto al decir: “La soberanía reside en el pueblo. Es una, imprescriptible e inalienable”.

Una, solamente el pueblo es el soberano, no hay ninguna otra entidad soberana, el pueblo delega sus poderes en el momento de votar, por ello cuando sus representantes (los diputados, el presidente de la República, los magistrados, jueces y alcaldes) resuelven un asunto sometido a su conocimiento y decisión, lo hacen en nombre del pueblo, quien es su mandante, y esos actos comprometen al pueblo, es por ello que el ciudadano, al momento de votar, debe hacerlo para autorizar a quien vota para que en su nombre legisle, juzgue o administre, por lo que debe elegir a personas que sepan a lo que van, que tengan los atributos morales y conocimientos suficientes y apropiados para honrar la representación popular y que sus actos sean para procurar el desarrollo nacional para bienestar del pueblo que los manda.
Imprescriptible, que no se pierde nunca, no desaparece, siempre permanece como atributo del pueblo, su único titular.

Inalienable, la soberanía está fuera del comercio, no es posible enajenarla, es decir, no se puede vender, donar, permutar, de ninguna manera despojar al pueblo de su atributo de ser el mandante supremo, es decir, el superior titular de la soberanía.

El artículo 21 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, en su numeral 3, expresa: “La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público: esta voluntad se expresa mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto”.

Emmanuel Joseph Sieyes (Conde Sieyes), fue el gran teorizante de la soberanía constituyente del pueblo durante la Revolución Francesa, expresó que: “La soberanía popular reside esencialmente en el poder del pueblo. Este delega algunas partes de su potestad en las autoridades constituidas, pero conserva siempre para sí mismo el poder constituyente. De esto se derivan dos consecuencias; 1) Si la soberanía. Desde el punto de vista de su ejercicio se divide y reparte separadamente entre las diversas autoridades constituidas, su unidad indivisible queda retenida en el pueblo: 2). El pueblo no queda obligado por la Constitución, el cual es siempre dueño de cambiarla.

Nuestra Constitución contempla esta atribución en su artículo 2 al decir que: “La soberanía corresponde al pueblo del cual emanan todos los poderes del Estado que se ejercen por representación”. Pero, como podemos confiar en esto, cuando en forma tan fácil y deshonesta se viola la Constitución a la hora y al antojo, no del pueblo, quien, si podría hacerlo, sino de cualquier megalómano, que, bajo su dictado, el congreso la pisotea y el órgano judicial acomoda su obligación de ser custodios del imperio de la Constitución, rinde sus armas y escudos para proteger su majestad y vuelve armas contra ella, dando por bien hecho las ofensas y lesiones de muerte de nuestro sacro contrato social.

Nuestra Carta Magna, expresa que el dominio del Estado sobre nuestro territorio es inalienable e imprescriptible, ya vimos anteriormente lo que esto significa. También asegura que todo convenio o tratado que comprometa nuestro territorio debe ser aprobado por el Congreso Nacional por no menos de las tres cuartas partes de la totalidad de los diputados, no del quirum de presentas, sino de la totalidad. Requisito inobservado para la aprobación de las ZEDE.

El artículo 1 numeral 2 in fine, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, dice: “…En ningún caso podría privarse a un pueblo de sus propios medios de subsistencia”. Pero, como confiar en que nuestros derechos serán respetados, si la Corte ha reiterado en sus resoluciones la precariedad de nuestros derechos.
La Constitución de un Estado es como la sagrada Piedra de Ara, la unión del espíritu del sistema jurídico, político, económico y social que sustenta con el alma de la nación, pero, nuestra Constitución con las infortunadas adiciones que le han hecho, está plagada de antinomias que con las equívocas interpretaciones judiciales, provocan la inseguridad jurídica que tanto daño ha hecho a nuestra nación.
Nuestra pobre Themis, con su traje maltrecho, vilipendiado, la hace aparecer como la cenicienta, esperando a su príncipe que la rescate y la dignifique.

Más de Columnistas
Lo Más Visto