Para desnudar la política

ZV
/
28 de agosto de 2021
/
12:05 am
Síguenos
  • La Tribuna Facebook
  • La Tribuna Instagram
  • La Tribuna Twitter
  • La Tribuna Youtube
  • La Tribuna Whatsapp
Para desnudar la política

LETRAS LIBERTARIAS

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Hasta antes del 28 de junio del 2009 nadie habría imaginado el surgimiento de un movimiento en las calles exigiendo los derechos sociales y las garantías institucionales que había prometido el depuesto presidente Manuel Zelaya. Ni siquiera los mismos intelectuales de izquierda que hacía dos décadas habían perdido las esperanzas de hacer la revolución socialista en nuestro país. Manuel Zelaya se encargó de sacar al genio de la botella condenado al encierro por mil años. La muchedumbre alentada por la propuesta de una política social más inclusiva se lanzó a las calles para tratar de restituir al defenestrado mandatario sin imaginar que nada de aquellas promesas se harían realidad algún día.

Si bien es cierto que la tradición nos recalca que el objetivo primordial de todo partido político es llegar al Poder para representar a la mayoría de la población, la verdad es una sola: son los intereses particulares de ciertos grupos y no el bienestar de la sociedad civil lo que se esconde detrás de toda la maquinaria electoral. Que existan algunos gobiernos que invierten más que otros en lo social, no desdice para nada que la codicia sea el móvil principal de los políticos, patrocinados por grupos interesados en mantener la estabilidad de sus negocios. A pesar de ello, la gente sigue apostando por el advenimiento de un semidiós inmune a las tentaciones terrenales, como muchos creyeron que había ocurrido en aquel terrible 2009. Esperando morirán.

En los años 50, nuestros padres y abuelos salían a las calles gritando vivas y mueras por los candidatos del PN y el PL sin molestarse en analizar las promesas esgrimidas en las correrías electoreras. Aquel entusiasmo era el reflejo de una cultura más rural que otra cosa, donde la consigna -a la que se sumaba el alcohol- era más importante que el discurso. De hecho, la tarima del radioteatro -y luego la televisión- se convertía en el ágora del monólogo donde se daban cita los partidarios y los predicadores de la mentira, mientras las promesas se disipaban en el viento de la demagogia. Y así, cuando no ganaba el de rojo, el triunfo era para el de azul: el ciclo se repetía como las estaciones.

Cualquier extranjero recién llegado al país, creería que los hondureños de hoy poseen una visión diferente de la política que en los años 50. Pero se equivocaría. La participación política sigue siendo un mero mecanismo para legitimar el acceso de los “representantes” a los poderes del Estado cuyo único interés es hacer la voluntad del partido al que representan. Los diputados no son más que signos contables, como dice Bertrand de Jouvenel; la obediencia es ciega al partido, a su bancada y, últimamente – ¡Horror! – al partido en el Poder que dispone de ingentes cantidades de recursos para absorber al resto de los parlamentarios, sin distingos de colores. Si se realizan elecciones es porque todavía impera aquel mandato universal de la democracia que exige la participación del “populus” en la selección de sus autoridades, tal como lo prescribe la ley. En otras palabras, sin el mecanismo plebiscitario de cada cuatro años no habría legalidad ni legitimidad del sistema.

En el pasado, los parlamentarios eran los dignos representantes de sus comunidades; los diputados se preocupaban por el buen actuar para salir aprobados por sus coterráneos y conseguir la reelección por cuatro años más. Pero, cuando las cúpulas de los partidos encontraron que los objetivos debían ser otros, diferentes a los de los ciudadanos, el Congreso se convirtió en una simple maquinaria para ratificar las líneas tiradas por fuerzas ajenas, parapetadas detrás del Legislativo.

Por eso, cuando votamos, creemos hacerlo por nuestros intereses sin imaginar que el volumen de papeletas no es más que un signo ratificador del Poder. Votamos por demandas y ofertas carentes de sentido y de contenido. Y, en toda esa desfiguración también seleccionamos nombres a quienes les concedemos, inocentemente, lo más sagrado de nuestra existencia: la esperanza – inútil esperanza -de que algún día pudieran cambiar las cosas.

[email protected]
@Hector77473552

Más de Columnistas
Lo Más Visto